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El periodismo, los langostinos y las lentejas

Eternos becarios, colaboradores a punto del monte de piedad, falta de respeto a la cláusula de conciencia y, a veces, al secreto profesional, cuando no despidos masivos, con frecuencia improcedentes. El retrato robot del oficio peor pagado del mundo, el del periodismo, suele ser ese y quien esté libre de culpa, que tire la primera piedra.

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Buen día el pasado lunes para conmemorar la libertad de prensa e imprenta aprobada tal día como ese 198 años atrás por las Cortes Generales reunidas en la Real Isla de León que el próximo viernes recibirá al Parlamento de Andalucía en pleno: la Asociación de la Prensa de Cádiz, con tal motivo y como aquel entonces para ponerle «freno a la arbitrariedad de los que gobiernan», convocó una movilización en la capital gaditana por el trabajo decente en el periodismo. Y si en plena invasión francesa, los diputados tuvieron el valor de suprimir la censura previa en el IX Decreto de las Cortes que iban a propiciar La Pepa, ahora sería justo restaurar el sentido de aquella cláusula constitucional cuyo enunciado rezaba: «Todos los cuerpos y personas particulares, de cualquiera condición y estado que sean, tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión o aprobación alguna anteriores a su publicación», como rezó inicialmente el artículo primero, de aplicación para los españoles de los dos hemisferios, que figuró finalmente como el 371 del contenido general de aquel texto más vulnerado que el silbo de Miguel Hernández.

Casi dos siglos después, la libertad de expresión, que debiera ser un derecho general de los ciudadanos de este país democrático y no sólo de políticos y de periodistas, sigue contando con graves y serias hipotecas que condicionan su ejercicio a leyes aquí o a caprichos en los lugares donde sigue reinando el absolutismo, que no son pocos.

Pero más allá de las cortapisas que las tijeras más o menos oficiales quieran imprimir a menudo a los pobres gorriones de los diarios, de las revistas, de la radio, de la televisión y de internet, hay otras hipotecas que obstaculizan su presente y aún su porvenir. Y, en tiempos de crisis, ese cepo se agudiza. Me refiero, por supuesto, al poder del dinero como mordaza de la opinión y la información con mayor frecuencia de lo que nos gustaría a todos los actores de la comunicación, emisores y emitidos, lectores y leídos.

Y tampoco vendría mal ir desterrando otros tabúes que también ponen en entredicho esta conquista de todos: a pesar de que, tal y como puede comprobarse en un estudio sobre la profesión que encargó hace años la Asociación de la Prensa de Cádiz, este oficio paulatinamente desacreditado, se ha rejuvenecido y feminizado en las últimas décadas. Sin embargo, el acceso de los jóvenes y de las mujeres a los puestos de dirección de los medios de comunicación, sigue sonrojándonos a quienes creemos que para transmitir una noción de realidad, la realidad social y profesional de este país debería instalarse definitivamente en los cargos internos de las redacciones, tal y como reflejó el encuentro de mujeres periodistas celebrado en Cádiz este fin de semana.

Ese viejo vicio ultraconservador que muchos progresistas han heredado, sumado a esa legendaria precariedad laboral, hoy por hoy, es lo que silencia la vieja máscara griega que simboliza la libertad de expresión. El periodismo no es uno de los primeros poderes como antes se decía y habrá que preguntarse hasta cuándo será válida aquella vieja pregunta de este oficio: «¿Cuántos langostinos tendremos que comernos para llevar un plato de lentejas a casa?».