VUELTA DE HOJA

El precio del arte

La polémica por la financiación de la cúpula de Barceló ha llegado hasta el Congreso, pero de ahí no va a pasar. El genial pintor, disfrazado de fontanero astral y armado con una escoba, ha desparramado un denso arcoíris por la cúpula del Palacio de las Naciones de la ONU en Ginebra. Al que niegue que esa impetuosa profusión pueda constituir una obra sublime de arte le acusarán, quizá con toda razón, de ser un tío antiguo que no se merece habitar su tiempo, o sea, un gilipollas que debe mantener en secreto que le gusta Zurbarán o, sin ir más lejos, Zuloaga.

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Hemos pasado de entender el arte a no entenderlo y a creer que es lo que admiten como tal un privilegiado cónclave de expertos. Cuando éramos chicos nos explicaban a Aristóteles, que estaba tan confundido que decía que arte es lo que complace a la vista. Luego vinieron multitud de dictaminadores, pasando por el gran Paul Valery, que nos dijo que «arte es todo lo que desespera». Entre todos nos han hecho un lío y hasta los más deseosos de admirar no sabemos muy bien en quien depositar nuestra admiración.

Entre las personas perplejas figura mi respetada María Teresa Fernández de la Vega, que ha pedido a Exteriores que haga público lo que va a costar la obra del que indudablemente es un artista, aunque todavía no sepamos su tamaño real. Quedará como un retrógrado y un repulsivo reaccionario todo el que se permita ponerle la menor pega a esta convulsa Capilla Sixtina de nuestra época.

Desgraciado el que no comprenda que después de las Guerras Mundiales los ángeles no se hayan convertido en un plato de huevos revueltos, pero hay que estar atentos al precio. ¿Ah, el precio! Mucho cuidado con él, y más todavía con el reparto. Los managers, más o menos camuflados, se llevan una gran proporción de lo que no es suyo. En el arte, quien reparte, se lleva la mejor parte.