PROMESA. El joven pianista del Mentidero Sergio Monroy. / MIGUEL GÓMEZ
TRES MIL AÑOS Y UN DÍA

Un piano de Cádiz en el Womex

Como un valle de México o una aldea de Mozambique, el disco se llama Chicuco (Bujío, 2008) y supone un punto de giro más en la sólida carrera de Sergio Monroy (Cádiz, 1980) como pianista. Si hace un mes presentaba dicha obra en la Central Lechera, hoy sábado lo hará en La Carbonería de Sevilla, coincidiendo con el Womex, la feria internacional de la World Music.

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Cuatro años atrás, Monroy ya había sorprendido a la afición con el disco que lleva dicho apellido y la coletilla Piano flamenco. Editado también por Bujío y Karonte, se trataba de un homenaje expreso a dos de sus mentores, Pepe Romero y Arturo Pavón, que fue su maestro junto con Antonio Escobar Pereira, e incorporaba entonces la músicos del calibre de Alfonso Gamaza, Bernardo Parrilla o Pedro Cortejosa, las voces de Miguel Poveda -con quien ha actuado en varias ocasiones- y de Javier Ruibal, a quien hacía cantar insólitamente por alegrías.

El aplauso de la crítica fue unánime: «Después de años en que el piano flamenco había desaparecido, o poco menos, del panorama de lo jondo, parece estar resurgiendo -escribía entonces Ángel Álvarez Caballero-. El éxito de Dorantes fue una indudable llamada de atención. Están significándose intérpretes de valor, uno de ellos Sergio Monroy, joven gaditano cuya música nos convence decididamente. Sonido limpio, inspiración, mucha flamencura. No se limita a cantar con el piano, crea con acierto en torno a los estilos».

Esta vez se trata de un homenaje a sus padres, a los emigrantes gaditanos a los que se dirige por bulerías en Parte de mí y a los chicucos de las viejas tiendas de ultramarinos de los montañeses. La voz cada vez más señorial de Encarnita Anillo, la presencia de Bernardo Parrilla y de Óscar Lago, a la sazón productor del disco, junto con la colaboración de cuatro músicos de la Sonora Big Band abrigan esta grabación en la que Monroy se destapa como letrista. Más acústico, menos instrumental, siempre impresionista.

Su piano es flamenco como el de sus paisanos Felipe Campuzano, Manolo Carrasco, Diego Gallego o el gibraltareño Aaron Monteverde. Pero es cimarrón, porque viene cruzado con el jazz, como el de Chano Domínguez, a quien tanto admira. Sergio Monroy, a pesar de su juventud, ha tenido tiempo de cimentar dicha querencia, en una larga peripecia personal que le juntó tempranamente con las voces de Rancapino, de Felipe Escapachini o de Juan Villar y una trayectoria artística que lo mismo lo ha ligado a espectáculos de bailes como El nombre de la Rosa, de Javier Latorre, junto a cameos con Andrés Marín, Ángeles Gabaldón y David Morales, que a las giras de El Barrio, con quien sigue colaborando habitualmente.

Pianista en varias ocasiones para el cantaor José Angel Carmona, Lole Montoya o Maíta Vende Ca, su música se ha podido oír en solitario en países como Japón, Taiwán, Suiza, Holanda, Alemana, Austria o Inglaterra. Pero no olvida la plaza del Mentidero donde creció y donde ofreció su primer concierto con tan sólo diecisiete años. Ni sus inicios como estudiante del conservatorio Manuel de Falla, cuyo grado medio abandonó por no compartir los criterios más académicos de sus profesores. Su música, a estas alturas, no es académica pero es canónica, entre el jipío y el be-bop. Pero sobre todo, como Javier Domínguez intuyó, es «exigente, llena de sorpresas y de experimentación».