GENTE PARA TODO. Dos visitantes con las caretas de los candidatos a la Casa Blanca saludan a la cámara en las escalinatas del monumento a Lincoln. / OSKAR L. BELATEGUI
MUNDO

Entre el poder y la gloria

Washington atesora lo mejor y lo peor del país: la Casa Blanca, el Pentágono... Pero resulta peligroso cuando se abandona el circuito turístico

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«We need change!». Obama y McCain gritan que necesitan cambio en las escalinatas del monumento a Lincoln, las mismas en las que Clint Eastwood degustaba un helado en En la línea de fuego. Piden cambio -esto es, monedas- y se dejan fotografiar con sus caretas de goma. Mientras, en el otro extremo del National Mall, las vallas rodean el Capitolio. Los obreros trabajan aquí cada cuatro años. El juramento del nuevo presidente exige la instalación de una estructura que acogerá a invitados y periodistas. De momento, las ardillas corretean por el inmaculado césped vigiladas por cámaras de seguridad.

El poder adopta formas cotidianas en Washington. Hombres trajeados con portafolios que ocultan secretos de estado; soldados y policías que parecen hechos de otra pasta, de los que intimidan de verdad; helicópteros monstruosos que surgen de la nada y aterrizan en el Pentágono o la Casa Blanca; caravanas de coches con cristales tintados y sirenas azules a todo meter. La capital de Estados Unidos concentra las instituciones representativas y el Gobierno de la nación. Era el escenario de turbios thrillers políticos hasta que Forrest Gump se metió en el estanque del Obelisco.

El cadete Adrian Mitchelson se pone firme para la foto. Estudia en la Academia Naval de la cercana Annapolis, donde se forma el Ejército de la Marina. Hace cola junto a sus compañeros para visitar la Casa Blanca. «Forma parte de la asignatura de Política». El resto de visitantes, que han esperado seis meses para la ocasión, les dan cháchara con afecto y admiración. Los uniformes se respetan en Estados Unidos. La camarera de un dinner costroso lucirá una etiqueta con su nombre; la empresa de construcción más mísera equipará a sus obreros con camisetas con logotipo.

Meca de protestas

El lado norte de la Casa Blanca linda con la avenida de Pensilvania. Es la perspectiva vallada desde la que siempre hemos visto el hogar del hombre más poderoso del mundo. También, la meca de protestas que vienen de todos los rincones del país. Hay chalados que llevan años con su tenderete clamando contra no se sabe qué. Y manifestantes en serio como Harold Nelson que, a sus 75 años, sostiene una pancarta en nombre de la TASSC, la Coalición para la Abolición de la Tortura. Hoy se cumplen dos años de la aprobación de la Military Commision Act, «una ley que deja el campo libre al Ejército y a la CIA para torturar con impunidad».

Harold ha vivido en el Mall manifestaciones históricas: las revueltas contra Vietnam, los discursos de Martin Luther King... «Cuando yo era joven se decía que los alemanes eran buena gente, hasta que descubrimos que esa buena gente había alentado y aceptado a los nazis. Yo sólo quiero que se sepa que algunos americanos no estamos de acuerdo con las atrocidades de nuestro Gobierno». Los alrededores de la Casa Blanca quizá no sean el mejor sitio para sus justas reivindicaciones, entre ellas, la defensa de un sacerdote de 76 años encarcelado por rezar a favor de la paz en una base militar de Arizona. Junto a Harold, un mormón proclama que Obama es comunista. Sus compañeros recitan versículos de la Biblia. Washington atesora lo mejor y lo peor del país. Los museos gratuitos de la Smithsonian, repartidos entre el Capitolio y el monumento a Lincoln, son algo así como el trastero de la nación. En el del Aire y el Espacio guardan aviones de los hermanos Wright, el Enola Gay -que arrojó la bomba atómica sobre Hiroshima-, un Concorde y los Apolo que viajaron al espacio. Y en la ciudad del hotel Watergate, donde nació el término lobby para definir a los grupos de presión, no podía faltar un Museo del Espionaje con gadgets de la Guerra Fría. Al mismo tiempo, la capital del país se revela peligrosa para quien abandone el circuito turístico. Nada más salir de la estación de autobuses, un negro se ofrece para cargar la maleta en un desvencijado Ford. «Son adictos al crack», tranquiliza un taxista de verdad, que intentará hacerse el loco al devolver el cambio. A Hugo, que trabaja en National Geographic, un chalado le abrió la cabeza de un botellazo en el metro. Se rasca la placa de titanio. «Lo peor no es la agresión, sino la indiferencia de la gente. Éste es el país del individualismo, cada uno va a su bola. Todos son muy majos para orientarte con un mapa, pero ya te puedes estar desangrando que nadie se parará».

Entierro de marines

Kristen, técnica de marketing «en una empresa llena de trepas», señala el South East como el territorio comanche. «Hay guerras de gangs, ahí no entra la Policía». Dice que le gustaría irse a trabajar una temporada a España. Tiene un fondo de pensiones del que no puede tocar un dólar debido a la crisis. Estamos en la taberna Pilar, un garito fashion de U Street (en Washington las calles se nombran con el alfabeto), un barrio con tiroteos todas las noches.

Al otro lado del Potomac, se escuchan disparos. Están enterrando a un marine en el cementerio de Arlington. 350.000 soldados y sus familiares reposan en el camposanto más famoso de Estados Unidos. Se ha calculado -no es broma- que al ritmo de su actual política exterior no habrá espacio para más tumbas en 2030.