HISTORIA. El Campillo, que siempre ha sido la parte alta de la Hoyanca, se ha quedado en una zona de bloques de viviendas. / CRISTÓBAL
Jerez

El Campillo, donde Jerez se mantiene con pureza

Desde finales del siglo XIX se le viene llamando a la zona alta de la Hoyanca como el barrio de El Campillo

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Ahora ya no es ni una quinta parte de lo que fue. Se ha quedado en una zona de bloques de viviendas impersonales, sin identidad alguna. Sin embargo, siempre ha sido la parte alta de la Hoyanca. Ese campo encantador coronado por la morena del Valle, auténtica Reina del lugar. Ha sido lugar de salteadores a principio de siglo XX, zona donde los pícaros se reunían antes de «entrar en Jerez» para hacer alguna de las suyas.

Es El Campillo, es Jerez, es arte por los cuatro costados, es una condición que imprime por tanto carácter a sus vecinos. Existe todavía en la zona del Campillo la expresión de «sentirse o ser campillero». Lugar que tiene ese compás de horquilla de Cristo cuando nace el Viernes Santo, terreno que se conjuga con el yunque y el martillo, con la toná y con el martinente lastimero. «Es una pena que El Cristo no pase ahora por El Campillo. Lo trajeron los hermanos, con buen criterio, durante unos años por aquí. Pero ahora se lo han llevado para pasar dos veces por la calle Martín Fernández: una a la ida y otra a la vuelta. El Cristo, es uno de los nuestros. Es un campillero más y debería pasar entre su gente», comenta un vecino.

Haciendo un poco de historia de la zona que conforma El Campillo, habría que decir que desde finales del siglo XIX siempre se denominó de esta forma a la parte alta de la Hoyanca. Desde la ermita de San Telmo hasta la calle Oropesa todo era Campillo. Fue la parte de Jerez que más se desarrolló por estar poco urbanizada y como un aprovechamiento encantador de las vistas de la parte alta que se perdían en las lejanías de lo que siglos atrás fueron marismas hasta llegar al río Guadalete. En los años treinta, ya era conocido el sitio por el nombre de El Campillo.

Eran los tiempos en los que la zona era una especie de Maracaná. El campo de las afueras de la ciudad se convertía en un gran campo de fútbol donde muchos venían para hacer apuestas.

«Esto se ponía abarrotado de gente, según cuentan. Se jugaba al fútbol durante tardes enteras y los billetes volaban de una mano a otra», comenta ahora El Chusco, pescadero de linaje directo con la familia de los Méndez. El Chusco, el cual sin duda merece capítulo aparte.

El Campillo se transformó en cine sobre los años cincuenta. Justo en el lugar donde ahora se encuentra el edificio González Velázquez. «Había una zona de verano y otra de invierno», prosigue El Chusco que nos relata la vida del Campillo.

En las calurosas noches del verano, muchas parejitas acudían al cine a ver a John Wayne sobre un caballo y, de camino, poner en práctica los oscuros ritos del pecado. Por la parte opuesta, se ofrecía a todos los vecinos la temporada de invierno con una sala techada para seguir en los meses de frío con la sesión golfa. Cada vez que se recuerda el cine Sol, todos los vecinos que lo conocieron esbozan una mueca picarona.

El cine que cerró

Pero el cine Sol hace ya bastantes años que se cerró y pasó a ser un almacén depósito para géneros varios. Al otro lado del Campillo, por la calle San Clemente, estaban la naves de frutas y verduras de la familia Franco, que se hicieron dueños de gran parte de la zona y donde estaba la huerta del Labi, don José Franco, El Labi, que fue quien comenzó con el negocio de las verduras y las frutas. De la familia todavía quedan algunos vecinos, como es el caso de Francisco Franco El Borna, conocido en el lugar como el alcalde de la república independiente de El Campillo.

Organvidez

Ahora, la zona está bastante cambiada. Ya no está la calería de Los Nueve, y en una de las naves de los Labis, está el taller de chapa de Juan Pedro Organvidez. La nave es, aparte de taller donde se reparan los coches más antiguos de Jerez, un lugar de encuentro de los vecinos de la zona de toda la vida.

Juan recibe a todos y las tertulias no cesan mientras se endereza el alerón de un coche con un martillo casi de forma artesanal. «Aquí vienen a parar todos los jubilados del barrio», comenta con gracia Juan que desde que tiene uso de razón no ha parado de trabajar en su taller. Otro campillero de pro.

Ahora se está reparando un Jaguar deportivo color rojo. Posiblemente de los años sesenta. Justo al lado, un coche de época. Una auténtica pieza de museo. Se trata de un Austin Seven de primeros de siglo XX. Alrededor están Pepe, El Chusco y El Borna. Son los auténticos mandones del lugar. «Pregúntales a ellos... -comenta Juan-. Ellos sí que saben cosas de El Campillo». Desde el taller de García Organvidez se divisa toda la zona, se comenta el paso de la vida y de cómo hemos ido cambiando con el tiempo.

De lo que era aquella zona cuando los chavales que no querían ir al colegio se apostaban en la esquina de la calle San Clemente para jugar con un tal Felipe a la lotería. Y de cómo se saqueaban los coches de reparto, con especial mención a los de las bodegas que siempre que entraban por la zona para el reparto de los tabancos que había en la calle La Plata siempre se iban con alguna caja de vino menos.

Juan Pedro Organvidez sigue con su hijo Raúl trabajando. Nos habla de los viejos tiempos. «Llevo más de cuarenta años en el taller. Y estoy ya un poco cansado, la verdad», sostiene. Antes estaba con un socio en la calle La Plata, pero desde hace unos diez años se trasladó diez metros más abajo, en pleno Campillo. La nave pasó de ser zona nave de verduras a taller de chapa refinada. Bollos, chasis y ralladuras tienen su reparación casi artesanal en el taller de Juan.

Para rematar la faena, un cante que nace de la garganta de Organvidez. Unos cantes por fandangos, por seguiriyas y por tientos tangos. Juan le pega al cante de una manera magistral. Resuenan en El Campillo cuando cae la tarde los cantes de la plazuela. Bien medidos, y rematados con sentimiento. Cante hondo y profundo. «No tengo quién mí llore ni quién por mí pase pena. Será un repique de campanas que doblen muy triste cuando me muera», dice una letrilla campillera que se pierde en el pasado. Parece que el martilleo de la chapa se confunde con el cante de Organvidez.

«Aquí hay mucho arte. Habla con cualquier que sea de aquí de toda la vida y verás como tendrá un arte que contarte», subraya el chapista.

El Campillo es sin lugar a dudas Jerez por los cuatro costados. Un lugar que imprime carácter. Una calle donde lo auténtico todavía habita aunque sea a sorbitos. Existe la ciudad de Jerez en esencias. Como dice el bueno de Juan, tan solamente hay que rascar un poquito para que los misterios salgan a flote a golpe de martinente.