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De la crisis de 1993 a la actual

La memoria colectiva es flaca, y aunque sólo sea para fijar ideas, es saludable realizar algún viaje retrospectivo para rememorar nuestra anterior crisis económica y el trayecto recorrido hasta desembocar en ésta.

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En julio de 1993 , Carlos Solchaga, segundo ministro de Economía y Hacienda de Felipe González (el primero fue Miguel Boyer), abandonaba el Gobierno cuando ya se había producido un cambio de ciclo, que en España se había visto agravado por dos desequilibrios relevantes: el gasto producido por los fastos de 1992 -cuyo costo alcanzó el billón de pesetas de entonces, 6.000 millones de euros- y el fuerte incremento del gasto social suscitado por la huelga general del 14-D, que marcó el cenit del enfrentamiento del gobierno González con los grandes sindicatos de clase por la supuesta deriva liberal del Ejecutivo (como es conocido, la huelga general del 14 de diciembre de 1988 se debió a la promulgación de un Plan de Empleo Juvenil que flexibilizaba el acceso al mercado de trabajo).

Ante aquella coyuntura adversa, que costó a Bush padre las elecciones americanas y dio paso a un desconocido Bill Clinton que impulsaría el más intenso y largo período de prosperidad de la moderna Norteamérica, tanto Solchaga como Solbes, su sucesor, llevaron a cabo un serio ajuste macroeconómico tendente a reducir el déficit y la deuda. La crisis se combatió mediante sendas devaluaciones en 1992 y 1993 -mecanismo que como es obvio no puede utilizar el Gobierno actual- que nos aportaron nuevas dosis de competitividad, y las medidas de austeridad, apoyadas en la contención de la inflación y en la caída de tipos de interés que se registraban en los mercados financieros, enlazaron inmediatamente con una recuperación internacional que enseguida se potenció gracias a la explosión de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación que dio origen a Internet. Nacía la nueva economía. De hecho, la fase de fuerte crecimiento internacional comenzó a mediados de 1994. Y Solbes aprovechó para emprender una serie de reformas estructurales que, a partir de 1996, año de la victoria electoral del PP, facilitaron a Rato el cumplimiento de las condiciones de Maastrich y la incorporación de España a la moneda única. Rato así lo ha reconocido en diversas ocasiones.

En definitiva, la crisis de 1993 -1994 sorprendió a España con serios desequilibrios y el tándem Solchaga-Solbes caminó por la senda del ajuste macroeconómico, valiéndose de dos devaluaciones, hasta que la coyuntura resurgió en forma de una recuperación internacional del ciclo ascendente.

La crisis actual es muy distinta por dos factores principales: uno, la globalización de la economía ha alcanzado a todo el sistema, por lo que los contagios son instantáneos; y dos, España está dentro de la Eurozona, lo que, al tiempo que preserva su divisa de vaivenes, le impide gestionar su propia política monetaria. Además, la situación de la economía española es muy distinta, ya que no sólo hemos ordenado nuestro cuadro macroeconómico en términos de rigurosa ortodoxia sino que hemos llegado a la adversidad con superávit público y una deuda de las menores de Europa, de poco más del 30% del PIB. Como elemento negativo, hay que anotar la crisis de la industria de la construcción, recalentada en los últimos años, y que ha entrado en barrena.

La capacidad de afrontar en solitario esta mala coyuntura es, en la práctica, casi nula, ya que la actuación ha de reducirse a una discreta incentivación de la actividad mediante inversiones productivas (los Pactos de Estabilidad y Crecimiento nos obligan teóricamente a mantener el déficit público en el límite del 2%) y a mitigar las consecuencias adversas de la crisis , el paro en primer lugar, extendiendo las medidas de protección social. Quien crea que existen recetas para activar milagrosamente la economía o para impedir la previsible recesión leve que nos aguarda o no tiene ni idea o actúa de mala fe. Es revelador que el Gobierno francés, conservador, haya renunciado a elaborar un plan anticrisis porque cree que las escasas soluciones sólo pueden plantearse, si acaso, a escala comunitaria.

No parece dudoso en fin que si aquella crisis nos sorprendió cuando aún no habíamos resuelto los grandes desequilibrios, fuera de Europa, con un sistema económico atrasado y con una renta media muy alejada todavía de la europea, hoy podemos alardear de estar a la par de las principales potencias europeas. Y ello es mérito, obviamente, de los dos granes partidos que han gestionado sucesivamente este país en ese tiempo.