MAR ADENTRO

Manuel Alcántara junto a un 'dry martini'

El maestro Manuel Alcántara tiene ojos de perro azul, como si aguardaran el crochet de un adversario eterno sobre la lona del tiempo. Luce chaqueta de poli de película en blanco y negro y una camisa blanca de lánguida corbata que no le aprieta nunca, como si Dios no ahogase.

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Muchos periodistas querrían escribir uno solo de sus poemas. Muchos poetas querrían firmar uno solo de sus artículos. De vez en cuando, para por Cádiz, en uno de esos hoteles modernos y al mismo tiempo decadentes: apenas pasea por la calle San Francisco, otea el altozano de la plaza y fuma atentamente, como si no fuera pecado hacerlo. Mari Paz, de Unicaja, termina empujándole hacia un reservado en El Faro, donde conversa amablemente con escritores jovenzuelos o maduros que siempre terminan hablándole más de Fernando Quiñones que de José María Pemán.

Es entonces cuando pide un dry martini y el imprescindible Pepe, que es mucho más que un maître, se lo promete y pone la casa boca arriba buscando vasos apropiados, de esos que tienen forma cónica, como de cáliz laico, borrachuzo y bohemio, para llevarle a don Manuel una repentina ráfaga de Via Veneto y de Mastroianni corriendo calle abajo por San Félix.

Acaba de cumplir 80 pero todavía guarda esa apariencia tan alerta como inocente que él retrato al dedillo en un poema, Niño del 40, que acaba de cantarle milagrosamente Mayte Martín, en la Bienal de Flamenco de Sevilla. Es el mismo tipo que ahora paladea el brebaje con la pericia de quien presiente que el ser humano necesita equilibrar de algún modo la química de su cuerpo.

Se detiene un momento, en esas breves terminales del tiempo que suelen ser los segundos. Mientras saborea el cóctel, quizá le sobrevengan imágenes de otros años: la redacción de Marca a esa hora noble de la madrugada donde los reporteros de antaño sabían que lo menos importante del fútbol era el resultado del partido, o el olor a habanos y a sudor de las canchas de box, donde él y José Luis Garci llevaron más de una vez a Ignacio Aldecoa para que soñase a Young Sánchez.

Quizá, quizá, mientras Cádiz transcurre vertiginosamente hacia el otoño, él se vea aún como aquel adolescente de Gibralfaro que esperó inútilmente a conocer un día a Manuel Altolaguirre y que aún hoy, cuando parece que la palabra y las tardes corren peligro de extinción, gobierna una tertulia en Málaga, donde mandan más el talante que el talento y las ideas que la ideología. Con sus versos y con sus columnas, bajo ese puñado de canas juveniles y heterodoxas, anida un señor que contribuyó lo suyo a que no murieran más Miguel Hernández víctimas de la cárcel y de España.

Chascarrillos, anécdotas, citas literarias. Por el comedor pasea el recuerdo vivo de Alfonso Canales que ya no le acompaña a estos viajes gaditanos pero que sigue encontrando pretextos para seguir comprando libros en vez de lavadoras en su vieja vivienda malagueña. Es entonces cuando Alcántara mira a Pepe, mira al resto, mira al dry martini y da su veredicto: «No habéis estado generosos con la ginebra».