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Debate imposible sobre educación

A poco que se observe y reflexione sobre el asunto, se obtiene la impresión de que actualmente un debate serio, profundo, sobre educación, constituye para la sociedad española una patata caliente que nadie quiere acoger entre sus manos. Así, y como cada año al inicio del curso escolar, acabamos de asistir a lo que podríamos llamar el ritual de la trivialización educativa, la acostumbrada aireación mediática de ese kit de pseudoproblemas (las características que debe reunir la mochila ideal, la gratuidad de los libros de texto, el número de alumnos y alumnas que acceden este curso a las aulas, lo que cuesta pertrechar de material escolar a los hijos, el estado de las obras en los colegios ) que hacen más evidente y sangrante la ausencia de un verdadero debate sobre educación.

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Este desolado escenario viene siendo ocupado últimamente por un sucedáneo que se pretende debate, pero que, como tal debate, se revela finalmente imposible: la pertinencia o no de la inclusión en el currículo escolar de Educación para la ciudadanía. Y digo que es un debate imposible porque sus detractores se empeñan en situar la discusión en los pantanosos territorios de la irracionalidad, el emotivismo y la suspicacia, segando de antemano cualquier posibilidad a la argumentación y al razonamiento. Así, es ya típica y tópica la disyuntiva que se plantea respecto a quién o a qué institución -la familia o la escuela- corresponde la formación de los individuos como sujetos responsables y necesariamente abocados a vivir en sociedad. Desoyendo aquella sabia recomendación de que la educación debe ser tarea de toda la tribu, los impulsores de este artificioso dilema (y quienes ingenuamente lo alimentan) pretenden que tal responsabilidad recaiga exclusivamente en la familia.

Los partidarios de esta opinión no caen o no quieren caer en la cuenta de que la polarización excluyente en un asunto complejo como es la educación, hace poco menos que inviable una solución o acuerdo que no pase por la retirada de la asignatura. Como todo planteamiento extremista, resulta sordo para los argumentos intermedios y ciego para los matices: por una lado, depositan una elevada confianza en las habilidades educativas de la familia (la familia no puede ser otra que la realmente existente en la actualidad) y, por otro, manifiestan una extrema desconfianza hacia un sistema educativo y hacia unos profesionales de la educación que, contrariamente al privativo ámbito familiar, están democráticamente sometidos a la posibilidad de un sano control externo y a unas normas de transparencia establecidas por la propia sociedad.

Todo el mundo sabe que la familia pasa hoy por una etapa de transformaciones profundas respecto a sus funciones tradicionales. Concretamente, hablan los expertos de un desistimiento o abandono bastante generalizado por parte de los progenitores respecto a la educación de los hijos, unas veces por desconocimiento y otras por desgana o cansancio, cuando no por imposibilidad de otro tipo. Y esto es una realidad que no podemos dejar de tener en cuenta a la hora de depositar expectativas y asignar roles o funciones a las familias que luego no se van a cumplir. Se corre el riesgo de que una parte importante de la población juvenil no reciba la educación que más se necesita hoy, la educación para una ciudadanía responsable, y que tal educación quede finalmente en manos de quienes suelen aprovechar el vacío para marcar modas, costumbres, hábitos, ideas y creencias: las industrias de la cultura, las empresas publicitarias, los intereses del mercado Y esto sí que es, además de un auténtico adoctrinamiento, una descarada manipulación de las conciencias. Cosa que no parece preocupar a quienes tanto recelan de la escuela.