LA HOJA ROJA

Anillos para una dama

Desde que Ignacio Casas de Ciria sale en Telva con la princesa Beatriz de Orleans y en Hola con la Duquesa de Alba, el mundo ya no es el mismo. Porque de la calle Veedor hasta el papel couché hay un largo camino por el que Ignacio se mueve como nadie. Compadre de la princesa Mary Donaldson de Dinamarca y asiduo del príncipe William de Edimburgo en el Eton College, este paseante en corte como lo llama cariñosamente Merche Cañizares recorre la calle Ancha como si no hubiera más horizonte que el que limita al norte por Cortadura y al sur por el faro de San Sebastián, con la «naturalidad y la sencillez», como él mismo dice -aunque cueste calificarlo de natural y sencillo-, por bandera.

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Ignacio combina a la perfección la imagen más cool del mundo anglosajón con la decadencia gatopardiana de esta ciudad a la que ha vuelto después de vivir en media Europa y de codearse con lo más selecto del rosado mundo del colorín. Con una estética de difícil definición, a medio camino entre el denostado Jaime de Marichalar y Arturo Fernández, Ignacio Casas es nuestro dandy particular, la nota de glamour en este Cádiz del paro y el subsidio, del derrotismo y del eso es lo que hay. Y como cualquier gaditano que se precie, también podría estar en la televisión, pero no como Tony Rodríguez, que lo de Ignacio no son precisamente el monólogo ni la camiseta del Cádiz, ni la casa de tu vida, ni la copla, ni los grandes hermanos, que para hermanos ya tiene él bastantes. Me dice que le ofrecieron mucho dinero por estar en el programa de Concha García Campoy, pero que prefirió traerse a la beautiful people a su Mentidero. Desde Mónica Bellucci hasta Hubertus de Hohenloe han posado para esa pequeñísima cámara que le ayuda a construir el mundo como a él le gustaría. «Dí que en carnavales podríamos montar algo más decente en el Falla» me dice evocando a ese Cádiz que algún día fue, el de la alta burguesía, el de la educación refinada, el de señoras de largos vestidos y buenas joyas. Que sí, querido Ignacio, di que sí. Que hay que pensar en grande, que la miseria sólo atrae a la miseria. Y que aunque la mona vestida de seda siga siendo una mona, el hábito muchas veces, hace al monje.

Y porque hay que pensar a lo grande y recuperar el brillo que alguna vez dicen que tuvo este rincón de la bahía, el artista y empresario Miguel Sepúlveda ha diseñado una joya para la vieja Gades. El anillo que le viene al dedo a esta dama que se resiste aún a tocar fondo. Un anillo de oro blanco de 750 milésimas y diamantes en talla brillante con la que el joyero gaditano quiere hacer su particular aportación a los fastos que se nos avecinan, una aportación de calidad, sin duda, que es lo que ya va haciendo falta en esta celebración. El anillo del Bicentenario nace cargado de ilusión y de símbolos, dos aros, doscientos años, unidos por una luz, la Constitución de 1812. La joya, hecha a medida en Cádiz, y personalizada, completa su presentación con un texto de Francisco Súnico que pretende recoger toda la tradición liberal gaditana. Sería, sin duda, el perfecto regalo institucional ahora que parece que van a visitarnos todos los presidentes, ministros y próceres de este mundo y de los otros. Sería, sin duda, una manera elegante de dar a conocer el trabajo serio de los artistas gaditanos, que no todo va a ser artesanía de mercadillo y carnaval. Sería, pero no lo es de momento.

Tras varios años trabajando en el proyecto, el anillo del Bicentenario se puso a la venta en marzo de este año, al precio justo que deben tener este tipo de iniciativas, y con unas condiciones de pago demasiado generosas para un comercio pequeño y familiar. Pero como el mismo Miguel comenta, en esto no le mueven el ocio ni el negocio, sino un respeto profundo y un compromiso con esta ciudad. El mismo compromiso que le llevó a tomar la decisión de recuperar el sótano de su nuevo local en la calle Rosario, esa calle en la que Goya y Haydn todavía esperan la mano que, como a Lázaro, les empuje a andar.

La joyería de Miguel Sepúlveda, abierta a finales del pasado año, es como una caja de sorpresas. Con el sello inconfundible de Álvaro Linares y con un diseño que invita a entrar -lo malo de las joyerías es que parecen diseñadas para salir, y a veces para salir corriendo- la joyería de Miguel Sepúlveda esconde un tesoro en sus entrañas. Como la Santa Cueva, como Lacoste, como el Mesón de las Américas, al bajar las escaleras se reencuentra uno con la historia de Cádiz, quizá siempre con la misma historia, esa en la que el Marqués de Valdeíñigo y Sebastián Martínez aún tienen mucho que decir. La entrada al pasado está presidida por un arco que según cuenta Miguel es fuente de inspiración para el arqueólogo que todo el que llega por allí lleva dentro -los gaditanos somos polifacéticos, y algo mamarrachos también, para qué vamos a engañarnos- y que puede ser romano, o árabe, o medieval, o renacentista pero que a él le da igual, porque todavía recuerda lo que costó quitar humedades, cubrir el suelo con cuatro capas de aislamiento, hacer la escalera que da paso a la estancia un empeño personal, que termina no sin cierto regusto amargo por las pocas ayudas que encuentran las iniciativas privadas, el poco valor que se da a este tipo de heroicas inversiones en tiempos de crisis.

Pero al mal tiempo, buena cara. Y ellos han hecho de esta máxima su particular mantra, porque Miguel Sepúlveda e Ignacio Casas son dos de esas personas a las que a uno le gustaría tener siempre cerca, de los que siempre ven el vaso medio lleno y no medio vacío. Contra el derrotismo, glamour. Que buena falta nos hace.