EN FORMACIÓN. Cuatro helicópteros EC-125 Colibrí de la patrulla acrobática ASPA del Ejército del Aire acercándose a la Playa de la Victoria. / ÓSCAR CHAMORRO
Sociedad

Con el cielo ganado

Más de 230.000 personas de toda la Bahía presenciaron el espectáculo acrobático del I Festival Aéreo sobre la Playa de la Victoria que dobló la asistencia de las barbacoas

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En los lugares comunes dicen que Cádiz siempre miró al mar. Hasta ayer, el día en que miró al cielo. Cuando ya no importaba el calor ni el gentío, los miopes se dejaron los ojos a mil pies de altura y a los niños gritones se les abría la boca hasta caérseles la piruleta. «Mamá... avión». Eso pasó a las doce y pico, cuando Juan Velarde ponía morro al cielo en un tirabuzón loco -tonel continuo, le dicen los entendidos- hasta más allá de donde navegan los globos de helio que pierden los chinorris desconsolados. Hasta allí más o menos subió Velarde con aquel nervioso scooter azul del aire, cambiando altura por velocidad hasta quedarse colgado de la fuerza de la hélice. Estático, muerto en el aire. Parado hasta caer en barrena entre un desorden casi trágico de humo, boca abajo, girando y mareando con sólo verlo. Tres segundos después retomaba el control más allá de la razón y dibujaba un corazón con su cola de vapor. Uy.

Esa fue una sola de las escenas que helaron la sangre a los espectadores del I Festival Aéreo de Cádiz como una lección de hasta dónde puede llegar el ser humano cuando se lo propone. También miles de habitantes de ciudades vecinas daban lo mejor de sí para encontrar una plaza de aparcamiento en la ciudad. No estaba fácil. El Ayuntamiento de Cádiz dice que por toda la costa de la ciudad había 230.000 personas -el doble que en las barbacoas del Trofeo Carranza-, apiñadas debajo de cualquier resquicio de sombra. Hacía mucho calor. Los tenderetes de la Patrulla Águila y de las diferentes bases aéreas hicieron el agosto en el Paseo Marítimo a base de vender gorras. Los chiringuitos agotaban el agua, se supone que gracias a la incomprensible decisión de los bares del paseo, que no abrieron hasta bien tarde. A las 12, hora de comienzo del espectáculo no había cristiano que encontrase un café desde Ingeniero de la Cierva -a esa altura estaba la tribuna de autoridades- hasta el norte de la ciudad.

Gran parte de la Bahía estaba de una manera u otra pendiente del cielo, incluso en playas lejanas como Valdelagrana, que doblaban la asistencia de bañistas de un domingo común, todos con la vista puesta en los extraños puntos que iban y venían a la capital. Trenes y autobuses, llenos y también las carreteras, con grandes atascos. Allí esperaban pacientes los que se perdieron el inicio del espectáculo, cuando los paracaidistas de la patrulla acrobática PAPEA, encargados de experimentar con el material del Ejército del Aire, caían con banderas de Cádiz -primera ovación-, Andalucía y España. Fue también el primer susto del respetable, cuando dos de los saltadores bajaron enganchados por sus pies, con los paracaídas en vertical, lanzados hacia la arena de cara a más de 70 kilómetros por hora. Quince metros antes de la tragedia, se soltaron.

De Rusia a Cádiz

Los nostálgicos de la hélice suspiraron cuando llegó a la playa la patrulla Jacob con sus Yakovlev 52, rotulados en cirílico y con el logo de La Ibense. Los voluntarios del grupo de cinco aparatos son civiles y remozan estos aviones que nacieron a mediados de los 70 en Rusia como avión de entrenamiento y dedicados a la acrobacia uso tras el colapso de la URSS.

Alabeo. Esa es la palabra exacta para nombrar del guiño que hace el piloto para saludar al público en una pasada, cuando mueve sus alas con pequeños golpes. Los primeros de los Yakovlev eran respondidos por aplausos, hasta que el locutor advirtió lo que era lógico: «el piloto no puede escuchar sus aplausos, pero si mueven los brazos y las gorras, estará encantado». Dicho y hecho. Cuando el Harrier de la Armada Española se quedó estático sobre el agua pulverizada por dos diabólicos chorros de aire oscuro que lo mantenían suspendido, el piloto alabeó y desapareció. Primero se hizo el silencio y al instante de desató la locura del público ante las maniobras ensordecedoras de este extraño pájaro de acero, capaz de despegar verticalmente.

El Eurofighter fue el más ruidoso -«un poco rumoroso», dijo el locutor de Aeronautica Militare Italiana- cuando se acercaba y derrapaba (si eso se puede hacer en el aire) para desaparecer y volver a aparecer de la nada. «No me quiero imaginar qué tiene que ser estar tranquilamente en tu casa de campo y que llegue esto a bombardearte», comentaba un espectador. En esa línea sorprendieron los F18 y Mirage, cono un rugido apabullante por su fuerza y los apagafuegos Canadair por su utilidad como Sanbernardos del cielo, cuando llenaron su gran panza de 5.000 litros de agua y las lanzaron sobre la nada. Ayer no había incendios.

Las fintas estaban por venir en dos versiones distintas. La primera venía firmada por la patrulla ASPA y sus helicópteros EC-125 Colibrí a tiro de piedra -casualidades de la historia- de la glorieta Ingeniero de la Cierva, inventor del autogiro, patentado en 1920. Hubiera disfrutado lo suyo con la rotura Alhambra -simulando las líneas del monumento- o el Quijote con cuatro aparatos girando como aspas de molino y uno pasando por el mínimo espacio que dejaban en el eje.

El estrellato del día estaba cantado. La Patrulla Águila cerraba el espectáculo con un griterío que pasó por encima del ruido de sus reactores. Las siete águilas entraron en formación y así se mantuvieron durante diez minutos, compactados al máximo, fuselaje con fuselaje en maniobras como toneles, loopings y todas sus desquiciadas variantes. Más tarde fue el turno del sólo, que puso al límite avión y cuerpo, con su peso multiplicado por siete aplastado contra el asiento el los loopings y despedido contra los cinturones en el looping invertido, pasando a un palmo de los pares, a vuelta encontrada, a un metro de la tragedia. No ocurrió nada, como no les ha ocurrido nunca, y el espectáculo terminaba con el cielo ganado y la rotura España a 500 kilómetros por hora, dejando atrás una difusa bandera de humos granas y amarillos y un eco de mamá, yo quiero ser piloto. En dos minutos se disolvió la masa que dejó de mirar al cielo para no quitarle ojo a los camareros. En los restaurantes hacían el agosto. El que menos, le dio dos vueltas a sus mesas.

apaolaza@lavozdigital.es