LA TRINCHERA

Gestos para el recuerdo

Todas las Olimpiadas nos dejan -además de un ambiguo cansancio, como si hubiésemos participado físicamente en las competiciones durante esos 16 días de monopolio de la pantalla- un catálogo de gestos memorables, de los que pueden verse cien veces sin provocar fastidio.

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Arrinconaremos los gestos antideportivos, como el del luchador que arrojó, despechado, la medalla de bronce que demostró no merecer, los varios positivos en dopaje que se revelaron durante los juegos, o la patada que un taekwondista propinó a un árbitro (silenciaremos los nombres para empezar a olvidarlos), y dejaremos sitio en el recuerdo sólo a los gestos entrañables, a los conmovedores, a los valientes.

Y es que deporte y emoción forman un tándem de lo más eficaz, una pareja perfecta. No olvidaremos a Almudena Cid besando el suelo donde desarrolló el que ella creía último ejercicio de su carrera profesional como gimnasta. Ni la mirada al cielo de nuestro veterano ciclista Joan Llaneras dedicando la victoria a su malogrado compañero. Ni los esfuerzos de un debutante Alemayehu Bezabeh, que intentaba agradecer con una medalla su nueva nacionalidad española. Cada canasta de los chicos de oro de la selección de baloncesto encontrará hospedaje en la memoria de quienes vimos la final contra Estados Unidos. Todo ello lo mantendremos por los años de los años, con más celo quizá que el vuelo imposible, de pájaro a ras de tierra, del jamaicano Usain Bolt en la meta de los 100 metros y las muchas medallas de Michael Phelps.

Gestos para el recuerdo. Porque sólo hay olimpiadas cada cuatro años, pero el espíritu olímpico, eso tan difícil de explicar, que tiene más que ver con la ética y con la voluntad que con el deporte, tiene sus propios resortes para permanecer en nuestras vidas.