RECONOCIMIENTO. El presidente ruso, Dmitri Medvédev, se reúne con oficiales que han participado en la invasión de Georgia. / EFE
MUNDO

Nostalgia imperial y chantaje

Rusia defiende su papel «pacificador» en la guerra y promueve una campaña de exaltación nacional ante los problemas económicos que se avecinan

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La despiadada intervención militar rusa en Georgia, que se está extendiendo no sólo a Osetia del Sur y Abjasia sino también a territorios no cuestionados, viene acompañada por una nueva campaña de exaltación nacional lanzada por los acólitos de Vladímir Putin. Se presenta lo ocurrido como una nueva confabulación de Occidente, con EE UU a la cabeza.

La propaganda que acapara los informativos rusos se esmera en convencer a la población de que Washington y sus aliados «no quieren una Rusia fuerte». Por eso, aseguran los comentaristas afines al Kremlin, «hacen todo lo posible para debilitarnos». La ofensiva de Georgia para recuperar Osetia del Sur se entiende, según el presidente Dmitri Medvédev, como una «agresión contra ciudadanos de Rusia y sus fuerzas de paz». Moscú, por tanto, «ha actuado en legítima defensa», reza un escrito presentado por Rusia ante el Consejo de Seguridad de la ONU el pasado lunes.

Se trata de agitar la «amenaza externa», argumento socorrido para perpetuarse en el poder, apretando las tuercas a la oposición y limitando las libertades, ahora que se avecinan tiempos complicados para la economía. La inflación en Rusia se ha desbocado y está cundiendo el malestar entre la población. El chorro de petrodólares beneficia sólo a una minoría.

Pero, a juzgar por la energía que los dirigentes rusos están derrochando en su intento de convencer al mundo de que su papel en Georgia es «pacificador», parece que Moscú no las tiene todas consigo. Se observa que hay divergencias entre los clanes del poder. Muchos artículos publicados en los rotativos rusos alertan del peligro de aislamiento internacional. No en vano, es la primera vez que Rusia emplea sus tropas fuera del país desde la invasión de Afganistán. Se da la circunstancia de que el único estado del mundo que ha apoyado a Rusia en su deriva ha sido Cuba. Ni siquiera la fiel Bielorrusia ni Uzbekistán han defendido a Moscú.

Eso preocupa a parte de la élite rusa, pero no a Putin y sus tentáculos, que son quienes tienen la sartén por el mango. A algunos generales, a las unidades de choque del nacionalismo ruso (organizaciones ultras y grupos paramilitares clandestinos) y a muchos capos del crimen organizado, la perspectiva de una nueva confrontación con Occidente incluso les seduce.

Ya antes de que estallara el actual conflicto, el Ministerio ruso de Exteriores trabajaba en la preparación de un documento en el que se definían las líneas maestras de la política exterior rusa. Un componente de la comisión que lo elabora señaló respecto al escudo antimisiles que EE UU va a instalar en Polonia y Chequia que «estamos preparados para afrontar una nueva guerra fría si hiciera falta».

Y es que, pese a que la desintegración de la URSS sucedió hace casi 17 años y a que Rusia dista mucho de ser el país depauperado de los años 90, en el Kremlin no han superado aún el síndrome postimperial. La idea de ver a Georgia y Ucrania en la OTAN causa náuseas, como también el hecho de que por su patio trasero pasen tuberías de gas y petróleo que compiten con los monopolios energéticos rusos.

El opositor y ex campeón de ajedrez, Gari Kaspárov, no está del todo de acuerdo con la idea de que la agresividad de Moscú hacia sus vecinos díscolos, otrora vasallos, venga motivada solamente por el nacionalismo trasnochado que se instaló en Rusia con la llegada al poder de Putin. «Hace poco, le entregamos a China otras dos islas y ninguna organización ultranacionalista dijo nada», señala Kaspárov. En su opinión, «una tensión permanente en Osetia del Sur y Abjasia no es algo que Rusia y sus ciudadanos necesiten, eso sólo le hace falta a un reducido puñado de personajes en las altas instancias».

«La financiación del régimen criminal de Eduard Kokoiti -presidente de Osetia del Sur- abre enormes posibilidades de creación de redes corruptas entre Tsjinvali y el Banco Central de Rusia. En cuanto a Abjasia, forma parte de la gran aventura denominada Sochi-2014», los Juegos Olímpicos de invierno, asegura el ajedrecista. El control sobre el gaseoducto y dos oleoductos que, a través de Georgia, llevan los hidrocarburos del Caspio hacia el Mediterráneo y el mar Negro, señala Kaspárov, «es algo que también quisiera poseer algún que otro magnate mimado por el Kremlin».

Origen del conflicto

Los primeros enfrentamientos entre osetios y georgianos tuvieron lugar en 1989, después de que el Parlamento de Osetia del Sur modificará su estatus. El conflicto adquirió dimensiones de auténtica guerra en diciembre de 1990, cuando fue proclamada la independencia del enclave. El primer presidente georgiano, Zviad Gamsajurdia, desencadenó una aterradora guerra, con miles de muertos y decenas de miles de refugiados, para recuperar la provincia. Su derrocamiento y la llegada al poder de Eduard Shevardnadze, que fue ministro de Exteriores de Mijaíl Gorbachov, no hizo mejorar las cosas.

Las conflagraciones continuaron durante los 90. Con Osetia del Sur aún ardiendo, estalló la guerra civil que provocó la caída de Gamsajurdia. Luego Abjasia y, finalmente, un nuevo intento de los partidarios del presidente derrocado de recuperar el poder. A Shevardnadze, que sufrió varios atentados, le era imposible pacificar el país y poner orden. Corrupción y delincuencia campaban por sus dominios.

Osetios y abjasos consiguieron el apoyo de Moscú y la firma de sendos acuerdos de paz que detuvieron las hostilidades, pero no quedó resuelto el problema del estatus político de las dos regiones rebeldes. El garante principal del alto fuego era Rusia, que desplegó sus fuerzas de paz en la zona. La situación quedó congelada durante años, con alguna que otra escaramuza.

El resultado fue que Osetia del Sur y Abjasia se convirtieron en independientes de facto y, según Kaspárov, «Moscú utilizaba esos dos puntos débiles para condicionar la política de Tiflis». Pero no hubo un desenlace satisfactorio para los georgianos. Rusia impedía la emancipación del país caucásico y su apertura a Occidente, pero sin ofrecer un modelo alternativo de desarrollo ni ayudando al restablecimiento de su integridad territorial.

Tal situación de estancamiento terminó conduciendo a la Revolución de las rosas, en noviembre de 2003, precedente de las revueltas naranja en Ucrania y de los tulipanes en Kirguistán. Mijaíl Saakashvili, un jurista formado en EE UU, y sus partidarios derribaron a Shevardnadze. El nuevo líder georgiano hizo del acercamiento a Europa y del ingreso en la OTAN el eje principal de su política.

Aquello no gustó a Putin y Moscú comenzó contra él una desestabilizadora táctica de acoso y derribo. Kaspárov cree que los dirigentes de la Rusia actual «prefieren relacionarse con regímenes análogos, corruptos y antidemocráticos». Por la detención de varios oficiales rusos, puestos en libertad a los pocos días, Putin decretó en el otoño de 2006 un devastador embargo de año y medio de duración, que ha vuelto a ser impuesto ahora.

Desde la pasada primavera, Moscú no ha dejado de hostigar a Tiflis, enviando cazas a sobrevolar Osetia del Sur y derribando aviones espías del Ejército georgiano. Rusia mantiene aún tropas en varias ciudades georgianas y todo indica que no las retirará mientras Saakashvili no cumpla la exigencia formulada por Medvédev de comprometerse por escrito a no volver a utilizar la fuerza contra Osetia del Sur y Abjasia. El Kremlin necesita, de una u otra forma, que el presidente georgiano se vaya.