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Rusia y Occidente

De la misma manera que, según Clemenceau, la guerra es algo demasiado importante como para dejárselo a los generales, las relaciones internacionales son una cuestión demasiado ardua para dejársela en exclusiva a los diplomáticos. Y así, ante la violenta irrupción de Rusia en Georgia, conviene examinar los acontecimientos con una perspectiva más interdisciplinar que la de los propios especialistas.

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El final de la guerra fría representó para Rusia no sólo la desmembración del vasto imperio que había encabezado la gran URSS, sino la constatación de una grave inferioridad frente a su antiguo antagonista occidental. El surgimiento de la Comunidad de Estados Independientes, formado por doce de las quince repúblicas de la antigua URSS , no ha permitido disimular que esta precaria unión es debilísima.

Rusia, con 143 millones de habitantes, es el país más extenso de la tierra y disfruta de un PIB nominal per cápita de algo más de 9.000 dólares, francamente escaso para que pueda considerarse, como antaño, una superpotencia. Pero ha sido capaz de llevar a término una meritoria transformación hacia la democracia y la economía de mercado que, aunque muy imperfecta, le ha permitido mantener un indudable protagonismo y una considerable influencia que evoca su antiguo papel. Putin, sin duda, es un estadista con instinto, nacionalista moderado y decidido a que su país mantenga el mayor relieve posible en el escenario internacional. A su favor están sus grandes riquezas energéticas y la existencia de una tradición fabril e industrial que facilita la innovación tecnológica.

Occidente no ha sabido sin embargo aceptar la nueva realidad de Rusia. Los Estados Unidos de la era Bush han manejado al respecto los viejos tópicos de la guerra fría, sin entender que lo importante no era rodear a Rusia con un cordón sanitario militar ni amenazarla con la extensión de la OTAN hasta sus puertas, sino encontrar fórmulas cooperativas y transversales de relación con el fin de aprovechar su potencia y de atraerla al redil de los intereses occidentales frente a una China que sí plantea inquietantes interrogaciones.

Y Europa tampoco ha sabido entender que Rusia era su vecino más cercano antes que el viejo rival de los Estados Unidos. Sin ir más lejos, con escasa finura diplomática, la Unión Europea ha ninguneado frecuentemente a Rusia.

El conflicto de Georgia, en que Moscú ha decidido actuar con insólita firmeza frente a un vecino que había comenzado a maltratar a los ciudadanos de origen ruso de Osetia del Sur, debería hacer reflexionar a la comunidad internacional. Es claro que el Gobierno pronorteamericano de Tiflis tenía in mente una jugada de ajedrez que le ha salido mal: pensaba que la provocación a Rusia terminaría de animar a la OTAN a aceptar a Georgia en la organización. Moscú no ha vacilado: si Rusia soportó estoicamente la agresiva política de aislamiento a que la sometía Occidente, no ha tolerado que sus propios ciudadanos fueran utilizados como rehenes. Georgia puede dar por perdidos Abjasia y Osetia del Sur y nadie se atreverá a replicar a Moscú por su audacia.

Ha quedado, en fin, claro que Rusia está dispuesta a hacerse respetar, y que tiene para ello el arma de la energía: Europa se moriría de frío si Rusia decidiera no suministrarle petróleo. Lo ocurrido aconseja, en fin, un cambio de óptica y una profunda reflexión.