Opinion

Exigible defensa

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a voluntad de Hugo Chávez de nacionalizar el Banco de Venezuela, filial del Grupo Santander, ha despertado una lógica inquietud sobre las intenciones de quien ya había amenazado con importunar a los intereses españoles y cuyo irreductible populismo ha empeñado la imagen de cordialidad desplegada hace apenas una semana en sus entrevistas con el Rey y con el presidente Rodríguez Zapatero. Horas después de que Chávez anunciara por sorpresa sus pretensiones, la entidad encabezada por Emilio Botín confirmó que mantiene conversaciones con el Gobierno venezolano para tratar de cerrar la venta de su negocio financiero en el país latinoamericano, en coincidencia con unas declaraciones de la vicepresidenta De la Vega en el mismo sentido y en las que negó que la operación presente aspectos conflictivos. Las explicaciones de ambos circunscriben así la transacción al terreno de la normalidad tanto empresarial como política. Pero si ya resulta cuestionable que dicha normalidad esté garantizada ante los afanes intervencionistas que caracterizan la gestión del chavismo, aquélla queda abiertamente en entredicho a la luz del revelador discurso en el que el líder bolivariano confirmó que piensa avanzar también en la estatalización del sector financiero, tras hacerlo con la poderosa industria petrolera, las telecomunicaciones o la electricidad. En su alocución, Chávez dio a entender que había bloqueado la adquisición del Banco de Venezuela por un inversor privado para manifestar después su interés por la filial del Santander, una versión que sugiere una nítida voluntad de control de todos los aspectos de la economía nacional por parte de su Gobierno y la presencia de un ambiente de incomodidad, cuando no de abierta hostilidad, hacia las compañías asentadas en el país. La disposición a la venta confirmada por la entidad española apacigua las eventuales tensiones diplomáticas que las palabras de Chávez podrían haber reavivado. Pero la evitación de un nuevo conflicto con un interlocutor tan impredecible, cuya autocrática actitud desborda los usos estrictos de la democracia, no puede llevar al Gobierno a trivializar la desestabilización que genera la conducta del presidente venezolano en una región tan sensible. Ni en ningún caso a pasar por alto sus reiterados menosprecios hacia la valiosa aportación de las empresas españolas y la inseguridad permanente a las que las viene sometiendo.