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El binomio poder-oposición

Aunque la legislatura está apenas en sus comienzos, ya puede afirmarse con fundamento que el devenir de este cuatrienio será bien diferente del anterior. El Partido Popular ha emprendido un camino nuevo, que lo desvincula de antiguas ataduras y que, si no se tuercen los designios, acabará situándolo en una posición más central, más dialogante, más constructiva. El PSOE ha moderado asimismo sus ímpetus radicales, en parte porque ya ha agotado algunos elementos clave de su repertorio reformista y en parte también porque ya no se ve abocado a pactar en el Parlamento español con los estridentes socios del PSC en Cataluña. Y en todo caso, mientras en la legislatura anterior este país crecía aceleradamente y podía permitirse un gran derroche de energías en toda clase de retóricos juegos florales, en la actual el esfuerzo de todos -del poder pero también de la oposición- ha de encaminarse a la lucha contra la crisis, que es muy profunda y compleja y que, aunque en gran medida no está bajo nuestro control, requiere la máxima atención para minimizar daños, aprovechar cualquier circunstancia para remontar la pendiente y mitigar en lo posible sus efectos devastadores.

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En estas nuevas circunstancias, tiene sentido replantearse el sistema de relaciones entre el poder y la oposición, que, en abstracto y en líneas generales, debería tender en su constante dinamismo a dos objetivos complementarios: por una parte, la oposición tiene que desarrollar la sagrada función democrática de contradicción y control, sometiendo al poder a escrupuloso escrutinio, denunciando sus excesos y ofreciendo a la sociedad opciones alternativas. Por otra parte, la oposición y el poder deben mantener acuerdos sólidos en la defensa del núcleo constitucional y en la consolidación de ciertas posiciones del Estado cuya permanencia responde al interés general: la política exterior o la Justicia, por ejemplo, son materias que deben mantenerse relativamente ajenas a las alternancias.

El próximo miércoles día 23 se producirá, como es sabido, el primer cara a cara Zapatero-Rajoy de la legislatura. En la pasada legislatura, tales encuentros fueron tormentosos. Y aunque ya se han publicado visiones diferentes de lo que debería ser esta reunión, todo indica que las dos partes están decididas a hablar de todo -de la crisis y de las demás cuestiones- y a lograr acuerdos concretos en otros asuntos, y muy particularmente en la renovación pendiente de las instituciones: el CGPJ debió haber sido renovado en noviembre de 2006 y cuatro magistrados del Tribunal Constitucional concluyeron su mandato el pasado diciembre. Dicha renovación debería enmarcarse en un pacto global por la Justicia que, aunque tiene algunos flancos que dependen de que PP y PSOE logren ponerse de acuerdo en la forma final del Estado de las Autonomías, no admite aplazamientos: los últimos grandes fracasos judiciales han generado inquietud en la opinión pública, que demanda una rápida y profunda modernización del sistema judicial.

Pero, además, el clima en que se desarrolle este encuentro marcará un precedente indudable. Y confirmará o desmentirá el cambio de actitud de Rajoy, quien, empujado por un grupo de errados conmilitones, llegó a creer en la legislatura pasada que la crispación era una poderosa arma electoral que jugaba a su favor.

Dicha convicción se basaba en dos tópicos: según el primero, cualquier conflicto perjudica al gobierno y beneficia a la oposición; según el segundo, la crispación desmoviliza al electorado, y esta desmovilización, que afectaría sobre todo a la izquierda, mejora las expectativas del PP.

Las elecciones del 9-M han desmontado todos los tópicos empíricos que la sociología manejaba hasta ahora (también el de que la alta participación beneficia a la izquierda) y han recordado, de paso, que el cuerpo electoral es muy celoso de su autonomía y emite sus dictámenes después de procesos intelectuales de gran complejidad. Así las cosas, lo deseable sería que Rajoy y Zapatero hicieran lo posible por sacar sus relaciones personales y directas del proceso político general. Es decir, que no utilizaran la visualización de tales encuentros para emitir mensajes, desarrollar estrategias o afirmar posiciones. En efecto, en una democracia madura como es la nuestra, los dos grandes partidos tienen que ser capaces de mantener en el Parlamento los más agrios e inflamados debates y de conseguir intensos acuerdos al día siguiente. No es hipocresía sino realismo la virtud que hace falta para distinguir cabalmente el interés general de la legítima rivalidad. Ojalá a partir de ahora vayan las relaciones en esta dirección.