MAR DE LEVA

Gaditanos de ida y vuelta

Es verdad. Me dan un cariñoso tirón de orejas a cuenta del artículo del lunes pasado, cuando hacía un repaso a lo que nos espera con la avalancha de turistas. Me recuerdan, ya digo, que también en estas fechas son muchos los gaditanos que vuelven, sin tener que esperar a que la musiquilla del turrón nos llene a todos de nostalgia superpuesta. Los jóvenes gaditanos que están estudiando fuera y también los no tan jóvenes gaditanos a quienes el destino ha llevado a trabajar y vivir fuera de aquí. O sea, lo que nosotros pudimos haber sido y quién sabe si seremos todavía, que nunca se puede poner la mano en el fuego y jurar que el Titanic no va a hundirse.

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Pues sí, es verdad. Volverán como las golondrinas del poema, aunque será aquí, seguro, donde se pongan la piel algo más oscura. Me comentan, con cierto humor típico, las mil y una anécdotas de esposas de secano, cuñados que no entenderán nada, de suegros que tendrán que adaptarse al peculiar ritmo de vida de nuestros camareros y nuestros restaurantes, y de niños que se perderán en la playa por aquello de que todavía no venden flotadores con GPS incorporado.

Y, entre risas porque sé que será así, uno piensa qué Cádiz van a ir encontrando y redescubriendo en estos regresos intermitentes, y hasta qué punto no será para ellos, también, una ciudad nueva que poco a poco se volverá irreconocible, distinta de la ciudad que llevan en los recuerdos. Por lo pronto, desde la nueva autovía de entrada, ya habrán perdido (como nosotros, pero nosotros estamos hechos a casi todo) la visión peculiar del puente Carranza sobre la bahía, ese espectáculo gratuito que siempre arranca un pasodoble carnavalero o un Cai mi cai chiquito cuando uno vuelve de excursión después de un par de semanas. Encontrarán, claro, calles levantadas, que eso no falta nunca. Más zonas azules que de costumbre. Señales de dirección prohibida donde antes no las había, y un mercado de abastos en obras que parece un zoco y huele como una curtiduría. La madre de todas las banderas ondeando y cubriendo, también, la visión del muelle.

Encontrarán que falta un árbol que era vida a cambio de un monumento de metal donde parece que se ha premiado más la idea que su consecución. Y un estadio de fútbol en remodelación permanente que quedará, me temo, durante unos años, como monumento a la megalomanía de unos cuantos, la versión gadita del poema de Shelley: «Me llamo Ozymandias, rey de reyes, mira mi obra, poderoso y desespera». Porque a menos que en el futuro el Carranza funcione como jugador número trece y juegue a impresionar y sorprender a los otros equipos por un colosalismo desproporcionado a la categoría, más vale que empiecen a pensar que no sólo con juzgados, parkings y supermercados se puede sacar rédito a la obra, y que a falta de otro tipo de escenarios al aire libre, habrá que pensar en recuperarlo para conciertos veraniegos, como en tiempos (¿sí, soy uno de aquellos que recuerdan que Prince cantó en el Carranza!).

Encontrarán la playa bonita, pero jorobada de dunas y charcos donde antes no los había, como si alguien no hubiera hecho bien, o no pudiera, los deberes de alisado y protección de la arena. Descubrirán que ya no existen aquellos bares y que ahora hay otros nuevos. Y que la mayor parte de los comercios de las calles típicas del centro se han reciclado a otros comercios más modernos, pero con una pizca menos de solera.

Con suerte, podrán asistir a los cines de verano que ahora se van a multiplicar por todas partes, puesto que ya el Brunete y el Caleta pasaron a mejor vida. Y se tendrán que ir a media proyección del Napoleón mudo de Abel Gance, que cuatro horas de película son cuatro horas de película, aunque sea gratuita.

Una buena idea de Vicente Sánchez, por cierto, esto de recuperar el cine más clásico. Una iniciativa que, en el fondo, no hace sino incidir en que Alcances no tendría que haber cambiado nunca ni de espíritu, ni de fecha. Porque el verano es largo, y el aburrimiento acecha.