Opinion

El fútbol como metáfora

La conquista de la Eurocopa por la selección española de fútbol, que es el más popular y consistente de nuestros deportes, constituye ante todo el triunfo de un trabajo bien hecho, en el que unos jóvenes jugadores bien dirigidos técnica y psicológicamente por un magnífico profesional han conseguido una armonía invencible en el desarrollo de ese hermoso juego. Pero es obvio que los ecos de esta victoria van mucho más allá del puro éxito objetivo y se prestan a obtener con cuidado algunas conclusiones relevantes. El resonante triunfo futbolístico, que se suma a una carrera imparable de victorias en otras muchas disciplinas deportivas, puede considerarse en primer lugar una metáfora del país. De un país mentalmente joven, desinhibido, esforzado y ambicioso que en apenas dos generaciones ha pasado del ostracismo y la oscuridad a un pletórico bienestar que es fruto de una espectacular modernización que nos ha integrado plenamente en Europa y ha hecho de nosotros el paradigma de la audacia reformista, de la agresividad económica, del progresismo social.

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

En otro orden de ideas más subjetivo, la victoria española, seguida multitudinariamente con verdadero interés, ha despertado sutilmente un sentimiento de pertenencia que parecía dormido, arrasado quizá por la vehemencia de un sospechoso nacionalismo españolista que nos retrotraía a viejas y enterradas querellas. La adhesión a la selección deportiva formada por muchachos de prácticamente todas las comunidades autónomas ha consolidado un engrudo espontáneo que ningún político hubiera podido soñar en su laboratorio. La realidad española, con independencia de los artificios estructurales de índole política, ha vibrado con este equipo que se ha demostrado capaz de representar orgullosa y eficazmente el anhelo deportivo de un país que ha hecho del fútbol su evasión y su referente territorial.

Si se araña bajo la superficie de las muchedumbres que se dieron cita tanto en los estadios como en los lugares habituales de celebración de las ciudades españolas, se advertirá que las banderas tremolaban con un simple afán identificativo, con el mensaje de la adhesión ritual al alborozo, sin la menor intención excluyente o agresiva. No había en las calles provocación frente al otro sino reconocimiento propio en la celebración colectiva. Los símbolos, en fin, no han servido esta vez para erigir murallas de aislamiento ni compartimentar territorios, sino para vincular, para expresar la participación en el alarde gozoso, en la marea común de expresividad festiva. Si se quisiera trascendentalizar el análisis, podría decirse que el ser profundo de España se ha manifestado espontáneamente. Lo que demostraría que bajo la superestructura política que describe una realidad incuestionable existe un sustrato latente que da trabazón y sentido al conjunto. El reflejo material de este sentimiento de pertenencia mana frecuentemente cuando surge por alguna razón el orgullo por alguna realización colectiva. La penúltima vez que me «reconcilié con el pasaporte», como ha dicho en afortunada frase Felipe González, fue al pisar la T-4 de Barajas. Me sentí orgulloso de pertenecer a un país que había construido aquella portentosa obra arquitectónica para albergar un servicio público La última, al ganar la Eurocopa: es estimulante formar parte de esta sociedad que descolla. Y no sólo en el fútbol, evidentemente.