MAR DE LEVA

La ciudad perdida

Pecadillo de gadita inevitable: también ando investigando qué fue aquello del 12, qué hicieron nuestros bisabuelos, qué no les dejaron hacer aquellos diputados serviles que después dieron gritos a las caenas y acabaron, a día de hoy, por robarles el nombre a los liberales que querían otra cosa. Y entre libro sesudo y anecdotarios al uso, también le doy un tiento al cine, y por las magias de lo informático me encuentro en el ordenador con las dos versiones que en el mundo son de «Lola la piconera» de nuestro paisano olvidado, imagino que la respuesta gaditana a la Carmen de Merimé: la versión de 1952 de Luis Lucía, con Juanita Reina intentando demostrar que era actriz, en blanco y negro y con todo el cartón piedra de la época, y la televisiva de 1969 de Fernando García de la Vega, con Rocío Jurado que para eso era de Cádiz, con unos colorines pop que parecen el delirio de Valerio Lazarov la noche antes de inventar aquello del zoom.

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Independientemente de que la historia no respete la Historia, de que en la versión primera no se distingan los uniformes de gabachos y valentísimos españoles, de que es harto improbable que, en ambas, los franceses hablen un perfecto castellano y a los gaditanos sólo les falte decir «ozú» por lo que exageran el acento, y de que la Jurado tuviera que lucir palmito, y que los uniformes de los malvados y afeminados franceses fuera rojos, nada menos (y que el diputado liberal fuera el malo, ay), una cosa distingue la película del 52 de la del 69: en la antigua, donde se aprecia un talento superior en todos los sentidos, sale Cádiz; en la algo más moderna, no. Y me explico: en la versión en blanco y negro se nos brinda una ciudad de estudio, indistinguible de cualquier pueblo de estudio (recuerden ustedes «La niña de tus ojos»), pero al menos nos ofrecen tres planos impagables: la visión de las murallas de la Alameda disparando los cañones contra los malos; las Puertas de Tierra donde se encuentran aguerridos gaditas y pérfidos gabachos, las Puertas tal como eran antes de que hicieran los dos arcos y que, posiblemente, no diferían mucho de las Puertas de la época del asedio; y, sobre todo, esos planos finales donde Lola-Juanita se enfrenta al pelotón de fusilamiento y prefiere darle la espalda a los soldados y morir «mirando Cádiz», en escena tan kitsch como pueden ustedes suponer. y se nos regala una panorámica desde, imagino, las inmediaciones del Hotel Playa donde podemos ver la hermosa silueta de la ciudad a lo lejos.

En el 69 ese Cádiz ya no existía, y a pesar del color y las muchas canciones que casi convierten la adaptación en una zarzuela, ya no vemos las Puertas, ni las murallas, y en la escena final del fusilamiento, rodada en una cala imposible de identificar con nuestras calas, la valiente chipionera no puede repetir el parlamento de su antecesora y prefiere morir «mirando al mar», porque la silueta de Cádiz ya no era la silueta reconocible de unos lustros antes. Lo cual nos lleva a deducir que el cambio y el crecimiento de las ciudades es imparable, y que si algún día alguien decide llevar por tercera vez al cine esta historia de Pemán, o alguno de los cuentos de Fernando Quiñones, o ese Fara el Galeote de Manolo Ruiz Torres que daría mil vueltas a Manolito Gafotas, se encontrarán con el problema de que el Cádiz que entonces sea no será el Cádiz donde hemos desarrollado nuestras historias. Entre lo que se nos cae, lo que se nos tira, lo que se edifica donde no se podía, el Cádiz que vamos dejando atrás se parece al Cádiz donde estuvimos como una castaña a un huevo de Pascua.

Existe, menos mal, la memoria de fotografía, por si las moscas. Y también la infografía, esos dibujos tridimensionales hechos con ordenador que engañan al ojo casi a la perfección. A esa ciudad virtual, recuperada, tendremos que confiarnos quizás, puesto que el Cádiz que se nos viene encima, vacío, aburrido, pagado de sí mismo y a la deriva desde hace dos siglos, ya no nos permitirá volver nunca a aquella otra ciudad perdida.