opinión

Vuelta de Hoja | Olla podrida

Lo único que explica que veamos tan pocos genios por la calle es porque están todos en la cocina. Casi todos los mesoneros de renombre se han constituido en artistas, pero hasta hace poco tiempo se llevaban bien entre ellos, además de llevarse abusivamente el dinero de todos los presuntos snobs y los nuevos ricos. Ahora, como tales artistas, forman «una irritable grey». No sólo Dios está entre los pucheros: también merodea por los fogones el demonio de la envidia y algún diablo menor dedicado a urdir estafas. La guerra entre los del nitrógeno a menos de 200 grados y los seguidores de los potajes de Ruperto de Nola la ha declarado un excelente cocinero, Santi Santamaría, que tiene una galaxia de estrellas Michelín constelando sus tres restaurantes.

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La pregunta es si las cosas tan bien inventadas como la tortilla de patatas o el arco de medio punto necesitan ser desestructuradas. En su Filosofía del gusto dice Brillat de Savarín que inventar un nuevo plato tiene tanto mérito como descubrir un nuevo astro. Un tipo egoísta el tal Savarín. Le preguntaron cuántos comensales requiere una comida ideal. ¿Más que las Gracias?, ¿menos que las Musas? Resolvió rápidamente la cuestión:

-Dos -dijo- un buen cocinero y yo.

Se equivocaba, por supuesto. También los genios se equivocan, como se están equivocando ahora peleándose nuestros orfebres de gorro blanco. ¿Quién puede negar el derecho a la innovación y a la búsqueda? Más innegable resulta la proliferación del camelo. Eso de que los camareros se trasvistan de fontaneros es excesivo. La fatuidad en la cocina es detestable, como dice Abraham García, el de Viridiana, que se sabe de memoria a Borges. Abraham está de acuerdo con Santi. Y con mi querido Alfonso Ussía, que no cree que un plato se mejore añadiéndole el pene de un ganso de Las Landas.