opinión

Mar Adentro | Jipis y viejos, a la puesta del sol

Cada martes estaré allí, Pablo Grosso, con la añeja Harley Davidson de mi espíritu, con las flores mustias en el pelo y el símbolo de haz el amor y no la guerra reliado en los bolsillos con una receta de Viagra. A las 20.30 horas más o menos, cada martes digo, en la plaza de Santa María del Mar, junto a la playita de las mujeres donde besé a la primera novia cuando todavía duraba la guerra de Vietnam y la libertad eran los Alcances de Quiñones. Agrupémonos todos frente al recinto en donde ahora vas a colocar un quiosco de diseño en donde seguro que deconstruyes la piedra ostionera en vías de extinción en Puerta Tierra. No se trata de reventarte un negocio. Se trata de que tu negocio no reviente un espacio público.

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Seguro que no sólo se juntarán allí los jipis y los viejos, como tú nos llamas, sino que lo mismo acuden a esa cita semanal sordos de Astilleros, uchis en bicicleta, marineros de reemplazo y militares con graduación, chachas con cofia y rockeros que nunca mueren, boy scouts o anarcos, siniestros y chirigotas ilegales, bohemios y sindicatos de banca, mujeres al borde de un ataque de risa, marujas de barrio y beatles de Cádiz. Porque ya el mundo no se divide en blanco y negro, ni siquiera en izquierda o derecha, como la yenka, que era un baile de mi infancia. Si tú me dices jipi, si tú me dices viejo, lo dejo todo. Ojalá hubiera muchos jipis y muchos viejos como esos, en tiempos de pijos y de tiralevitas, en tiempos de piedras de molino y de tragaldabas, cuando el día menos pensado nos privatizarán el carnaval chiquito y los pasos de Semana Santa, como en Manila, aparecerán esponsorizados por anuncios de la Cocacola.

Imagino, como no podría ser de otra forma, que tendrá todas las de la ley el restaurante de dos plantas que vas a abrir en la Rosa de los Vientos, pero aquí no se trata de tener papeles o no tenerlos, sino de tener sensibilidad. Y ya que el Ayuntamiento no parece haberla tenido a la hora de concederte durante quince años ampliables a otros veinte doscientos veinte metros del suelo de todos los gaditanos, déjame que te cante aquella vieja canción jipi que se tituló Con un poco de ayuda de mis amigos. Con un poco de ayuda de mis amigos, intentaremos impedir que levantes un local de 260 metros donde el planeamiento sólo había previsto 20 como equipamiento provisional. De provisional no tiene nada, pero puedes caerte con todo el equipo. De Gobierno, naturalmente.

A pesar de ser viejo y de ser jipi, soy cliente tuyo y admiro que seas un emprendedor de la hostelería en el país de la sopa boba y en ese Cádiz de mis culpas donde el último que tuvo una idea fue Hércules y por eso probablemente lo ataron a las columnas y lo echaron a los leones. A pesar de ser viejo y de ser jipi, me gustan hasta tus caterings, la pompa del Casanova, los desayunos de La Hospedería, los almuerzos de El Aljibe y adoro el atún que sirves en el restaurante Nippón a pesar de los farolillos de todo a cien que has colocado en el patio dieciochesco del palacio de la calle Veedor. Pero ¿qué tendrá que ver la velocidad con el tocino? ¿No quedaría igual de bien tu nuevo chiringuito con vistas a las torres de Sevillana? Ya no se trata de proteger la costa, Pablo Grosso, sino los crepúsculos: lo mismo nos fastidias la contemplación del rayo verde, que al menos una vez en la vida suelen ver los lobos de mar. Eso decía Julio Verne, que desde luego es viejo y a lo mejor incluso también era jipi.