LOS LUGARES MARCADOS

Siete días en la gloria

Estoy convencida de que la feria es, ante todo, un ejercicio de sincretismo. En feria los extremos más alejados se acercan, se tocan y hasta se confunden, felizmente embriagados por el vino, la música y la luz. El bien y el mal se ponen de acuerdo para borrar la frontera superflua del pecado, y todo vale, todo es lícito si es amable, si es gratificante, si es gozoso.

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Por eso me parece acertado este rótulo de «Siete días en la gloria». La gloria de perder la cabeza -y el corazón, si se cuadra-. La gloria de saltarse las reglas y los formalismos. La gloria de mirar con ojos tolerantes todo lo que nos rodea. Porque en esta ciudad tantas veces calificada de efímera que es el recinto ferial, todo tiene la importancia justa, esto es, la importancia del presente, y su medida. Lo fugaz, lo breve, ganan por fin a lo permanente y a lo inamovible. Bendita feria. Benditos besos, benditos cruces de miradas, benditos guiños, benditos amores de una noche.

Que el infierno (que hasta tiene calle en la feria) y el paraíso convivan durante una semana, desde domingo fulgurante de alumbrado a domingo nostálgico de recogida, tiene su conque. A ver si no vamos a tener que exportar la fórmula a las esferas políticas nacionales e internacionales, para que tomen nota de que son posibles la convivencia, la tolerancia y hasta el contubernio.

Y, como vengo haciendo cada año desde que tengo columna en la prensa, no puedo dejar de dedicar un recuerdo cómplice a los jerezanos y jerezanas de la diáspora; a quienes estos días, en otras latitudes y sobre otros suelos, echan de menos la gloria de estar en su tierra celebrando la fiesta más libre, más licenciosa y más desenfrenada: nuestra feria. Mi primera copa, siempre, va a vuestra salud.