LA RAYUELA

La antorcha olímpica se apaga

El asombro humano ante la magia del fuego hizo de su control uno de los ejes de todas las civilizaciones, Por ello lo deificaron, considerándolo uno de los cuatro elementos de los que proviene el Universo: tierra, agua, aire y fuego. Los griegos lo asociaron a Zeus, a quien se lo arrebató Prometeo para entregárselo a los mortales. Como se sabe, la antorcha permanecía encendida en el templo de Hestia, diosa del hogar y la hospitalidad, mientras duraban los juegos en Olimpia. Con ocasión de los Juegos de Berlín en 1936 se recuperó la tradición de encender la antorcha en un espejo cóncavo y transportarla de la mano de atletas hasta el estadio donde se celebran los Juegos Olímpicos. ¿Quién no recuerda con emoción el espectacular encendido del pebetero en la Barcelona del 92?

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La ceremonia simbólica del encendido y transporte de la antorcha olímpica se ha convertido en una seña de identidad de la globalización del mundo y de la aspiración a la paz mundial, sublimando las rivalidades nacionales hacia la competición deportiva como pretendía el Barón de Coubertain. Pero nunca hasta ahora la antorcha se había apagado durante su recorrido salvo por imperativos metereológicos o mecánicos. No por la voluntad humana, como ha ocurrido en Paris con la que corre hacia Pekín.

El conflicto que enfrenta al Gobierno en el exilio del Tibet con el de China, es complejo y no puede simplificarse con una lectura inducida por Agencias norteamericanas y actores de Hollywood, en términos de libertad y derecho a decidir de una casta religiosa. Porque su clase dirigente, los Dalai Lama, son una especie de dioses-papas que históricamente han relegado a su pueblo a un gobierno despótico de ignorancia y pobreza dignas de la Edad Media.

Como sabemos, el Gobierno chino, no es precisamente un dechado de virtudes, ya que su poder sobre Nepal proviene de una invasión ilegítima (Mao, 1950) y su autoridad sobre China está basada en el terror, no en el respeto, de sus súbditos, que no ciudadanos. Su enorme desarrollo y poder hunden sus raíces en un control despótico del trabajo y la libertad de sus gentes, la burda manipulación de los sentimientos nacionalistas (contra EE UU, Japón, ahora contra Francia) y el uso, casi a diario, de la pena de muerte.

Es significativo el hecho de que ciudadanos del mundo democrático traten de apagar la antorcha, porque supone una movilización global sobre una causa local en defensa de los derechos humanos, que constata la existencia de una conciencia moral compartida por una creciente parte de la humanidad. Una comunidad que crece a la sombra de Internet y de la mundialización de la información. ¿Es signo de un tiempo nuevo? Acaso por debajo de la aparente apatía y egotismo de los satisfechos consumidores de las democracias crece una corriente subterránea que se alimenta de la insatisfacción de un modelo social reducido cada vez más a un inmenso bazar? Debajo de la apatía hacia la política ¿hay pulsiones hacia valores y prioridades que sólo afloran en los bordes del sistema?

La lucha en defensa de los derechos humanos en cualquier rincón del planeta, desde Guantánamo al resto de Cuba, de Chechenia a Israel, Arabia o Irán no debiera relegarse a la cortesía diplomática o sacrificarse a los intereses del mercado, porque los ciudadanos lo exigirán cada vez con más fuerza.