HELADA. Cubierta de la goleta, colonizada por el hielo antártico.
Sociedad

Primeros pasos en la Antártida

Se cumplen 25 años de la llegada al continente helado de la primera expedición española a bordo de la goleta 'Idus de Marzo'. Veteranos de aquella aventura relatan una travesía accidentada y única

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Antes de ver la Antártida tu cuerpo ya la presiente. Pasas el Estrecho de Drake, quedan unas 100 millas... y te llega un hálito, algo en la atmósfera te anuncia lo desconocido. El primer iceberg te manda a la cara una sensación única, un escalofrío que no has sentido nunca. Yo lo llamo el helor, un frío intenso y penetrante». Elías Meana es escritor y marino. También, y esa es una condecoración intangible y fascinante, uno de los pocos hombres que han vivido cinco campañas en la Antártida.

En marzo de 1983, hace ahora 25 años justos, 23 expedicionarios españoles del Idus de Marzo, una goleta de tres palos armada en Navia, caminaban, barbudos y deslumbrados, por la superficie helada de la Antártida embutidos en sus impermeables naranjas. Constituían la primera expedición española al continente austral, pues los marinos, balleneros y cazadores de focas hispanos que llegaron antes a aquellas latitudes no tendrían tal calificativo. Mitigaron las penalidades del viaje preparándose (como manda la tradición antártica) unos tragos con hielo de 5.000 años de edad. Aquellos primeros pasos sirvieron para despertar el aletargado interés de todo un país por el continente helado y sentaron los principios de lo que constituiría la presencia española en la Antártida, concretada hoy en las bases Juan Carlos I y Gabriel de Castilla.

Fue un viaje difícil. Desde el principio. No había demasiado dinero, y el que hubo salió de los bolsillos de un mecenas romántico, Guillermo Cryns, hostelero, navegante y antiguo propietario de los Astilleros Belliure, y de los armadores del buque, Santiago Martínez Cañedo y Javier Babé. En 1982 se constituyó la Asociación Españoles en la Antártida y un puñado de voluntariosos marinos, que acudieron al banderín de enganche de la aventura pura y dura conformaron la tripulación. «Había hecho la mili en Ferrol, en buceadores, y leí en el periódico que se preparaba la goleta a la Antártida. Quería ir como fuera. Fui en autostop a Navia y me ofrecí para lo que hiciera falta: era capitán, buceador, fotógrafo submarino, se me daba bien el bricolage... y era un enamorado de la Antártida. Acabaron por aceptarme», explica Fernando Cayuela, director de la Escuela Náutica de Portugalete, y segundo de a bordo.

La goleta era un proyecto loco de los armadores, dos amigos de salitre y sangre. Pretendían dar la vuelta al mundo y sobrevivir después alquilando la nave. Construían el buque en los Astilleros Armón cuando recibieron el ofrecimiento de ponerlo al servicio de la aventura antártica. No dudaron. Pero, lejos de recibir ayudas, trabas burocráticas (exigían al velero las mismas instalaciones que a un crucero de pasaje) demoraron dos meses el momento de largar amarras. Allí abajo, en el Sur, a unas 6.000 millas, el verano estaba dando paso al mal tiempo. El Ejército y la Armada enviaron a un par de representantes. El Instituto Español de Oceanografía, ante el retraso, decidió retirar su apoyo, aunque dos de sus técnicos viajaron a título personal.

El 15 de diciembre zarpaba del puerto de Candás la goleta: 28,5 metros de eslora y capaz de aparejar 550 metros de vela en ceñida y cerca de 1.000 en portantes. Viajaban 11 personas. Pusieron rumbo al puerto chileno de Punta Arenas, donde les esperaba el resto del equipo científico, otra docena de personas. Uno de los de la partida era Josu Otazua, marino mercante y mayordomo cocinero de la expedición. «Entré en la Mercante en el 72 y me jubilé el año pasado en la petrolera Conoco, de Houston. Siempre dedicado a tareas de alimentación y engorde... Conocía a Babé y me atrajo el proyecto. Podría navegar cerca de casa. Fui a la Antártida porque era el primer viaje del barco, pero el plan era quedarse después en Europa», recuerda. Otazua fue uno de los personajes más entrañables de un ajetreado viaje.

Porque nada más dejar Candás, el Cantábrico quiso poner a prueba a la goleta con un temporal y vientos duros, de 35 nudos. «Vimos que el barco era fuerte, que aguantaba con todo el trapo arriba y que era fácil de gobernar», apunta Cayuela. Pararon en Vigo, Dakar y Las Palmas. Luego navegaron con los alisios, rumbo a Brasil. «Fue un viaje muy placentero. Hicimos una amistad tremenda», subraya Otazua. Imaginen, años 80, sol, un velero, juventud... «Eso equivale a estar en pelota todo el día, como los hippies. Nos vestíamos para comer». Hubo la típica ceremonia de paso del Ecuador, con la visita de un barbado Neptuno y dos inmisericordes verdugos del rey de los mares.

Huyendo de la Marinha

Llegaron a Recife con problemas en los motores. Entraron en el puerto brasileño. A reparar. «Vieron el tamaño del barco y se debieron de pensar que era de algún rey. Pasaron una factura de medio millón de dólares de la época por tres noches de amarre», recuerda Meana. Decidieron no discutir y fugarse por la noche. Por radio se escuchaban imprecaciones contra los huidos. Decían: «A Marinha brasileira no é una brincadeira», (en traducción libre, la Marina brasileña no es un cachondeo), apuntan los veteranos.

Lo cierto es que cuando recalaron en Río de Janeiro, se les abarloó una lancha de la Policía. Caras largas. Se llevaron detenidos a Cañedo, a Cayuela y a Babé, el capitán, muy digno en su uniforme de marino. Medió el consulado y lograron una factura más sensata. En Río, sumido en los festejos navideños, estuvieron a punto de perder a Santiago Cañedo. No piensen mal. La culpa la tuvo una salsa de cangrejo que casi lo manda al otro barrio.

El 20 de febrero llegaron a Punta Arenas, donde les esperaban Cryns y otra decena de expedicionarios. Hicieron provisiones y el 26 enfilaron hacia Puerto Williams, la población más al Sur del planeta, en la Tierra de Fuego chilena. «La travesía por los canales nos pareció excepcional. Cumbres nevadas, vegetación impenetrable, caletas recogidas con el agua como un espejo, majestuosos glaciares... Vimos lo que vio Magallanes hace cinco siglos, un maravilloso paisaje sin indicios de presencia humana». Javier Babé recuerda también los vientos catabáticos, las fuertes corrientes, los willy-goes (pequeños tornados de gran intensidad), las rachas que volvían blanca la mar...

El Idus de Marzo dejó por popa las islas Lennox, Nueva y Picton, el canal del Beagle, el mar arbolado donde se fundían Atlántico y Pacífico, el umbral de la Antártida. Siempre con un ojo alerta. El radar podía detectar los gigantescos icebergs, pero no los traicioneros growlers, más pequeños, pero capaces de mandar a pique al velero. Así que, pese al frío, siempre había un vigía acompañando al caña. «No podíamos pasar más de un cuarto de hora a la rueda. Te congelabas, no sentías las manos», rememora Elías Meana, especialista de radio.

Trampa en Caleta Yankee

Antes de llegar a isla Decepción y visto el horizonte, cubierto de hielo, decidieron entrar en Caleta Yankee. Parecía un buen abrigo. Los vientos empezaron a soplar por encima de los 50 nudos.

Pero lo peor estaba por llegar. Entraron en la ensenada por un estrecho paso, se arrimaron a la orilla para fondear. Estaban encerrados cuando se desató el huracán. Eran vientos llegados desde el sur de América, por encima de los 100 nudos. Las anclas, incapaces de sujetar el barco, empezaron a garrear. «En cubierta el viento te tiraba. Apenas se veía», dice Cayuela. Hubo que picar las cadenas, meter los dos motores a plena potencia y recorrer el canal contra el viento. «El agua nos cegaba. Había que gritarle al oído al timonel». El radar no servía de nada. Buscaban la salida a ciegas. El fondo rascaba la quilla de la goleta... De improviso reconocieron el témpano de hielo que cerraba la bocana. Pusieron proa a él, como desesperados, y encontraron el paso entre el turbión. Para muchos fueron los 20 minutos más intensos de sus vidas.

Luego llegaron días felices en las Shetland, los paseos en zodiac, las inmersiones bajo el hielo, el hedor de los leones marinos, las caminatas por la isla Decepción, los restos de ballenas en Caleta Ballenero, las visitas a la base chilena Arturo Prat... «Recuerdo como si fuera hoy los colores cambiantes del hielo. Con el cielo cubierto es gris, pero se cuela un rayo de sol y aparecen los azules», sueña Meana.

Por fin tocó volver a Europa. Pero los primeros pasos en la Antártida habían sido dados. La empresa del Idus no aguantó los vaivenes de los 80 y la goleta acabó siendo vendida. Hoy pasea a los turistas que visitan la bahía japonesa de Yokohama.