TRIBUNA

Tres poetisas rebeldes

Entre el amplio número de novedades líricas invernales, ha llegado a mis manos una sugestiva muestra de poesía femenina extranjera. La lectura de tres de estos volúmenes me descubrió la obra de un trío de poetisas que, nacidas en la misma década del XIX, aprestó lo mejor de su verso y de su perseverancia para desafiar los límites impuestos por la sociedad de entonces. Tres escritoras para tres países de muy distinta índole, Estados Unidos, Francia y Japón, que desde la devoción por la palabra y el anhelo de una vida más digna, coincidieron en el tiempo y en la común desobediencia frente al injusto dominio masculino.

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La antología de Amy Lowell (Massachussets 1874 -1925) «El jardín de Sevenels» -editada por Torremozas y vertida al castellano por Marta Porpetta-, nos acerca la figura de esta inquietante y singular norteamericana. Su educación conservadora y el rígido ambiente que le tocó vivir, no fueron óbice para que, en 1912, se enamorara de la actriz Ada Dwyer Russel, el gran amor de su vida. El escándalo que motivó su inclinación lésbica aumentó su perfil de mujer extravagante.

Defensora a ultranza del «imaginismo» que desde Gran Bretaña y Estados Unidos alentaran D.H Lawrence y Ezra Pound -entre otros-, aprovechó su desahogada posición económica y el éxito de sus libros, -sobre todo el que alcanzara en 1914 con Hojas de espada y semillas de amapola-, para defender con versos y dientes la libertad, la pasión la sensibilidad y la sexualidad femenina: «¿Para qué sirven las normas?», exclama al término de su emblemático «Patterns». Deudora de Safo en cuanto a la concepción de la belleza y al fervor de sus emociones -como bien apunta Luzmaría Jiménez Faro en su liminar-, supo obviar la polémica repercusión que generó el destino amatorio de sus múltiples composiciones: «Del mismo modo que sacaría a la blanca almendra/ de su cáscara verde,/ así te despojaría yo de tus ropas,/ Amada».

Renée Vivien (Londres 1877- París 1909) entregó parte de su corta vida a pelear contra las convenciones que regían el París de principios del XX, en donde se instaló definitivamente en 1899. Allí conoce a su primera amante, la norteamericana Natalia Barney, protagonista de su bautismo poético, «Estudios y preludios» (1901). Ese mismo año, decide cambiar su nombre original, Pauline Mary Tarn por el de Renée Vivien, como «símbolo de su renacimiento». Viajera impenitente, amante huidiza, caprichosamente apasionada, encuentra en la figura de Safo su alter ego. En 1903, se enamora de la baronesa Hélène de Zuylen de Nyevelt y poco después huye con Natalia Barney a Lesbos donde intenta establecer un circulo sáfico de artistas: «Errante voy al fondo de un laberinto lúcido./ Y no hay más medicina que el doloroso orgullo».

Tras dos intentos de suicidio, murió con tan solo 31 años. «No se adaptó ni a su país natal, ni a su familia, ni a los usos amorosos y sociales de su época y ni siquiera al hombre que le habían impuesto», escribe Aurora Luque, traductora y prologuista de este florilegio, Poemas, publicado por Igitur. En el titulado «Iremos junto a los poetas», Renée Vivien dejó testimonio del calvario al que se vio sometida por su simple condición femenina: «El mundo siempre ha sido cruel para las mujeres. / Lo sabemos: es cruel el mundo para ellas./ Las censuras humanas pesan en nuestras frentes./ Pero iremos más lejos. Más allá, olvidaremos».

La antología de Akiko Yosano (1878-1942), que José María Bermejo y Teresa Herrero han traducido para Ediciones Hiperión, nos aproxima al sugestivo perfil de esta poetisa japonesa de la pasión. Abanderada de la liberación de la mujer en un país de larga tradición machista, Akiko apostó desde su juventud por liderar un movimiento que otorgase «los mismos derechos legales, la misma educación y la misma independencia económica que a los hombres». Con 22 años, abandona el negocio familiar y se marcha a Tokio en busca de su fiel amador, el también poeta Tekkan Yosano. Éste, se divorcia meses después de su esposa y se casa con Akiko, con la que tendría once hijos. Un año después, en 1901, Akiko -quien definitivamente adopta el apellido de su marido-, publica su primer poemario «Pelo revuelto», título de evidente intención erótica, que causa verdadera conmoción en los estratos sociales y poéticos de Japón. Este himno contra la opresión masculina -¿«Qué ser humano/ podría castigarme?/ ¿no es la blancura de mi brazo, / que acogió su cabeza,/ digna de un dios?» -fue el inicio de una inigualable carrera literaria. Al hilo de ella, Akiko supo derramar un torrente de reivindicaciones y exigencias en pro de una existencia más íntegra y respetable.

Atrevida, sensual, innovadora, su verbo certero y delicado complementa como ninguno la feraz defensa por la libre feminidad que esta terna de autoras dejó al hilo de sus vidas ardientes e inconformistas: «La primavera es corta,/ ¿quieres sentir su eternidad?, le dije,/ y, tomando sus manos,/ las hundí entre mis pechos/ rebosantes de vida».