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El Comentario | El regreso de Rouco Varela

El retorno del cardenal arzobispo de Madrid, Rouco Varela, a la presidencia de la Conferencia Episcopal después de un efímero interregno de monseñor Blázquez debe tener ante todo una lectura estamental, religiosa, según la cual una ajustada mayoría de la curia católica actual estaría más de acuerdo con la rigidez formal del elegido que con la meliflua disposición al diálogo del obispo de Bilbao, que ha recibido por ello un desaire sin precedentes: es la primera vez que se le niega la reelección a un prelado en la presidencia de la Conferencia. Pero con la conciencia de esta dimensión religiosa y trascendente que afecta a las propias interioridades de la Iglesia, hay que destacar asimismo la clara significación política de una decisión corporativa que beneficia a un personaje público que ha adoptado clarísimos posicionamientos ideológicos y políticos no sólo durante el tiempo en que ya estuvo al frente de la curia -entre 1999 y 2005- sino también y sobre todo durante la legislatura que termina.

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Las primeras palabras de Rouco, prestigioso teólogo y experto en derecho canónico público, amigo personal del Papa Joseph Ratzinger, tras su elección fueron conciliatorias: tendió la mano a Zapatero al asegurar que la relación con los políticos es de búsqueda del bien común. Y La Moncloa felicitó al electo en un tono francamente conciliador. Pero estos modales cortesanos, que son diplomáticamente impecables y que por lo menos anuncian cierta voluntad contemporizadora, no pueden ocultar ni hacer olvidar determinadas injerencias del cardenal en cuestiones de política concreta sobre las que, como es natural, puede opinar como todo el mundo, pero no pretender imponer su propio criterio normativo.

Rouco Varela asistió personalmente a una manifestación callejera contra la reforma del Código Civil que permite el matrimonio entre personas del mismo sexo, ha criticado con dureza el llamado 'divorcio exprés' que agiliza la ruptura del vínculo civil, y el pasado 30 de diciembre, en una manifestación en defensa de la familia, acusó al Gobierno de deteriorar el régimen democrático con sus reformas.

Si se confirma el próximo domingo la victoria de Zapatero presagiada por todas las encuestas, se producirá, pues, una inevitable confrontación, que por supuesto debe discurrir por cauces constructivos y civilizados: a veces es más fácil resolver las diferencias cuando se dirimen entre los genuinos portavoces de las posiciones enfrentadas. Y a todas luces es preciso avanzar en dos vías: de un lado, la Iglesia y el Estado deben reconocerse mutuamente la frontera de sus respectivas jurisdicciones y, de otro lado, el Concordato ha de revisarse constructivamente para perfeccionar la cooperación en los asuntos de interés común, consolidar la autofinanciación de la Iglesia y sentar las bases de una relación fecunda, estable y permanente. La tensión constante entre la Iglesia oficial y el Gobierno, que no tiene prácticamente parangón en Europa, es un viejo residuo de otros tiempos que no tiene sentido mantener. El bíblico mandato de la separación de poderes debería bastar para que cundiera la cordura en una sociedad madura y plural como la nuestra.