VIDA Y OCIO

El Carnaval de los enfadados

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Vayan por delante tres matices, sin los que resulta imposible desbrozar el inacabable y bendito debate anual sobre el Carnaval. El primero tiene forma de corte de mangas para los que osan analizar la mayor fiesta de Cádiz desde el asco. Para esos que defienden que una feria, una oda a la pólvora, un encierro o una semana grande son mejores, en vez de admitir que son distintas o más cercanas a su preferencia. Son esos que, sin atreverse, dejan caer que los días mayores de mi pueblo (el que me tocó) son poco menos que un mamarracho de maricones y analfabetos borrachos. Para todos esos necios esnobs de casapuerta, vaya el recuerdo de que todas las fiestas viejas e incruentas merecen respeto. También la mía. Y si no gusta, toca apartarse. Esos están al margen de la discusión. Da igual si son altos ejecutivos o líderes de opinión (risas). No tendría sentido invitar a los antitaurinos a definir los carteles de la Maestranza. Nunca aportarán nada sobre cambios o mejoras, puesto que pretenden eliminar el asunto sobre el que se debate.

El segundo es un bostezo para los que recurren, simplones, al lugar común que señala el Carnaval como el origen de todos los males gaditanos. Son esos que viven colgados del plomizo estribillo: «Si le pusiéramos a todo el mismo interés…»; «Cómo puede paralizarse todo durante tanto tiempo…» Como si el resto del orbe pusiera idéntico afán en las obligaciones que en las devociones, si la evasión no fuera una primera necesidad, como si Valencia, Logroño, Córdoba o Nueva Orleans fueran ajenas a la saludable costumbre de ceder una semana al exceso. Porque es una semana (el Falla no paraliza nada) y bien a gusto renunciaríamos a ella si eso sirviera para que algo se moviera, de veras, en Cádiz durante las 51 restantes.

El tercero sirve para recordar un error frecuente, que cometemos casi todos, al achacar a veces al Carnaval fenómenos sociales, que se dan, por igual, en cada cita multitudinaria, cada fin de semana, en cada lugar. Los viajes masivos de veinteañeros; el ahogo de coches; la exhibición del consumo de alcohol y drogas; el vandalismo o la falta de higiene pública son tan frecuentes o infrecuentes en esta fiesta como en Nochebuena. Aparecen cualquier sábado (a escala, obviamente) desde Cabo de Gata hasta Finisterre, que diría Pepe da Rosa. Ojalá fuera todo tan sencillo. Ojalá fuera sólo por febrero y en una periférica ciudad pequeña. Que sean lacras extendidas, que superen el ámbito del Carnaval, no exime de la obligación de combatir sus efectos aquí y ahora.

El cabreo contagioso

Apartados todos esos, los que sienten algo de aprecio por el Carnaval tienen el derecho y, casi, la obligación afectiva de hacer un repaso crítico anual. Da igual que sus gustos sean los de Padilla o El Pellejo, los de Martín o Salvador, los de Rosado o mi vecina Carmeluchi. Los que se sienten vinculados a la fiesta, siquiera esporádicamente, los que aspiran a mejorarla o disfrutarla, incluso desde el disgusto, son los que deben decir, los que merece la pena escuchar aunque sea para discrepar hasta las cachas. Son los que conocieron esta forma de vivir y decir por sus mayores o a través de un aparato eléctrico. Son todos esos que, como dice Montse Macías, creen que el anochecer del Domingo de Piñata es el momento más triste de cada año.

Tras escuchar a muchos de ellos, cabe pensar que el Carnaval que acaba es el de los enfadados. Resulta que una fiesta (basada en la palabra hecha risa o himno popular, en la liberación momentánea y en una forma de diversión) genera más molestia que alegría. Chocante. Puede que sea un efecto secundario de su enorme, reversible y, quizás, lamentable crecimiento, pero casi todo el mundo pareció mosqueado más tiempo del recomendable en unos días teóricamente consagrados al disfrute.

Casi todos los que actúan en el Falla vienen enfadados de serie, pese a que se les consiente una fase previa insufrible, en la que priman sus ganas de cantar sobre las del público por oírles. Los entendidos y aficionados talibanes, siempre están enfadados. Los visitantes se enfadan cuando descubren los servicios y el programa que les ofrece la ciudad que les llama. Los habitantes, más enfadados cuando les invade gente a la que ha llamado, a la que inculca las coplas para luego despreciar, en el Falla y fuera. El pregonero repasó durante semanas dos décadas de enfados (hasta de su vida privada) para mostrar la cara más antipática del submundo y repitió hasta la saciedad que no volverá, que no quiere saber nada más, que piensa poner tierra de por medio. Alentador. Los medios de comunicación, enfadados mientras luchan por una parte de la piñata. Unos creen haber inventado el Concurso y el juego de repartir premios en un bar. Otros, las ilegales o los romanceros. Una tele se cree dueña de las preliminares. Otra, de la Final. Más allá, los creadores de la Quiniela del Carnaval y las encuestas… Todos tratando de influir, de medrar, en vez de intentar contar, como intermediarios que son, una tradición anterior al más antiguo de ellos, que sobrevivirá al más fuerte. Hasta entre las ilegales y los del puntero abundan ya los que caminan con la nariz alta, contagiados de esa egolatría del teatro que tanto criticaron. Algunos se creen garantes insustituibles de una verdad heredada. Dicen cosas como: Aquí no canto, no me grabes, huele mal, demasiada gente. Los coros, enfadados entre ellos y con algunas callejeras. Hasta las peñas generan enfado con gestos como el de sisar el Carnaval Chiquito. Están dispuestas a ser un obstáculo con tal de servir a la entidad bancaria, al concejal o al partido que mantenga su protagonismo en números negros.

Menos mal que las coplas pueden con todos. Más allá del enfado, impusieron su ley para crear unos cuantos momentos divertidos, y a eso se reduce todo. Menos mal que hay gente como Cárdenas y Fernández de la Puente para hablar poco y trabajar mucho por un Concurso mejor, enfrentándose, incluso, a bastardas amenazas de muerte. Menos mal que fue imposible contener la risa o dejar el vello tumbado al escuchar las letras de pasodoble de Los Monstruos; la música de Lolo&Remolino; tres estribillos pegadizos; a Los Mendas con su popurrí; al Dios Momo y a un coro distinto. Menos mal que surgieron un desternillante cuplé callejero sobre el cheque-bebé, Il Divo y Paco Mesa jugando al solitario. Menos mal que los del Love y su buen rollo resisten ocho trienios, menos mal que a casi todo el mundo le importa un pito (de caña) tanto rebote, que cada vez hay más plazoletas y callecitas susurrando cuplés. Esos ratos, sin más, compensan. Son la esencia y el sentido de todo. Hubo muchos, vendrán otros. El resto, es cuestión de que vuelva a su sitio cuando baje la marea porque estar enfadado demasiado tiempo es propio de babetas.