Opinion

La siembra de 'rencorcillos', por Federico Abascal

Más que a ilusionar, los actuales líderes políticos tenderían a anestesiar al ciudadano sin enfrentarle a un objetivo común de cierta grandeza o que atrajese la diversidad del país hacia un proyecto que exigiese un esfuerzo de unidad. Del pobre elector, que recibe en esta época inusitadas atenciones de los partidos, sólo interesa su voto, al que en los mítines se le pone precio económico o fiscal. Y más que realizar un análisis objetivo y claro de la situación -económica, política, social-, los líderes se enzarzan en un intercambio de eslóganes y falseamientos.

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Y cuando se vive en un cambio de ciclo económico por desaceleración del crecimiento de la economía y otras vicisitudes, ni siquiera el paro conmueve a los electores, al considerarse un dato normal de la circunstancia. Pero los 132.378 parados más que arrojó el mes de enero ha obligado al Gobierno a reconocer que el dato era malo, francamente malo, aunque el ministro de Trabajo procurase localizarlo en el sector de los servicios relaciones con el sector inmobiliario, del que ya se sabe que va a aumentar notablemente el desempleo.

Pero el asunto, además de analizarse a la luz de la ortodoxia económica, conviene dramatizarlo, sobre todo en campaña electoral, y de ahí que Rajoy, humanizando al máximo el problema, dijese ayer que esas personas en paro «son seres humanos, con cara y ojos, tienen que vivir y que comprar». Según el líder del PP, el gobierno de Zapatero, «por haber vivido de la herencia que le dejaron y no haber hecho nada, hoy recogemos lo que recogemos: 4.400 nuevos parados cada día».

Discurre la campaña preelectoral o puramente electoral en un ambiente ciudadano que no se siente conmovido por ninguna ilusión, ni siquiera por una ilusioncilla, lo que revela que los líderes actuales carecen de auténtica fibra política o no ven que el futuro ofrezca algo de apasionante aventura nacional. Hay, sin embargo, algo que suele proporcionar algún beneficio político, y es la siembra de rencores varios, o rencorcillos fugaces pero de efecto inmediato. En este sentido algunas leyes progresistas de esta legislatura, especialmente la del matrimonio entre personas del mismo sexo, garantizan a los políticos estacionados en posiciones de derecha y a las autoridades eclesiásticas una audiencia amplia y segura, deseosa de escuchar las condenas morales que tales normas inspiran en sectores de tradición conservadora.

Y, como efecto contrario, las orientaciones de nuestro episcopado sobre el voto o, más bien, sobre a quién no votar, despiertan en el Gobierno socialista, que se siente lógicamente señalado, una mal disimulada iracundia, y en los ámbitos sociales más progresistas un ancestral y renacido anticlericalismo, no extensible más allá de la docena de purpurados que penetran abiertamente en la política, pues el clero parroquial, en su inmensa mayoría, sostiene teorías nada fundamentalistas.

Muchos electorales irán a votar así contra unos obispos, y otros muchos contra un progresismo social que hace chirriar los goznes del tradicionalismo español. Ese tradicionalismo garantiza al PP su alto suelo electoral, mientras que las orientaciones morales de nuestro Episcopado podrían despertar a los electores más perezosos, escépticos y abstencionistas del PSOE.