El torero Rafael Ortega./ La Voz
Sociedad

El rey de espadas

Diez años se han cumplido del fallecimiento de Rafael Ortega, uno de los toreros más hondos, más puros y más trascendentes del siglo XX

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Entró a matar Rafael Ortega y pinchó en hueso. «Qué lástima», dijo un vecino de localidad. «Qué suerte», replicó el prestigioso crítico Gregorio Corrochano. «Suerte, ¿por qué?» «Porque le vamos a ver entrar a matar otra vez. Cuando un torero como Rafael Ortega pincha en hueso se saborea más la suerte de matar».

Sucedió una madrileña tarde de primavera de 1959, en la que tras cuajar una faena poderosa y seria a un toro del Marqués de Albayda, el diestro de San Fernando marró su volapié con un pinchazo en todo lo alto. Tomó entonces la muleta con la izquierda y dio dos ayudados por bajo, uno por cada pitón, cargando la suerte, templando y rematando los pases. En ese instante, el animal le pidió la muerte. La estocada que sucedió a continuación fue apoteósica. Y Gregorio Corrochano, el de la plática rumbosa con el aficionado, escribiría al día siguiente en Blanco y Negro que esos dos pases habían sido lo más torero que él había presenciado en muchas tardes. Porque con ellos, el diestro no había buscado ni el adorno ni el aplauso fácil del público, sino justo lo que el toro necesitaba para no volver a pincharlo.

Esta anécdota, vivida en uno de sus muchos días de triunfo en Madrid, describe a la perfección el estilo clásico y puro del maestro de la Isla. Siempre desdeñoso de lo accesorio, su generoso caudal artístico abrevaba por naturaleza en las serenas fuentes del valor, la sobriedad y la inteligencia.

Inicios

Nacido el 21 de junio de 1921, pronto sintió Rafael Ortega el agudo cosquilleo de la afición a través de su tío El Cuco de Cádiz, destacado banderillero, y de su padre, quien matara en San Fernando muchos toros del aguardiente.

Su formación taurina se vio interrumpida con el paréntesis abrupto de la contienda bélica y vivió la dureza de la posguerra en tres años de servicio militar en Ceuta. Ya licenciado, toreó con asiduidad en Motril y Granada, donde sus éxitos fueron sonados y sucesivos, lo que le valió sendos paseíllos en Sevilla, en los que supo llamar la atención de los buenos aficionados. El 14 de agosto de 1949, debutaba por fin en Madrid: dio la vuelta al ruedo en su primero y le cortó la oreja al segundo y, lo que es más importante, el público y la crítica empezó a hablar maravillas de él, pues causó gran sorpresa la soltura y maestría demostradas por el debutante. Repitió en Las Ventas cuatro tardes más, con el triunfal balance de tres salidas a hombros.

Acreditado ya con el carísimo rango de torero de Madrid, fue allí, con 28 años cumplidos, donde toma la alternativa el 2 de octubre de 1949, a manos de Manolo González, y en la que vuelve a cruzar el umbral de la puerta grande izado por capitalistas.

Proclamado triunfador en la Feria de San Isidro de 1950, su meteórica carrera se vio tristemente truncada por la gravísima cornada sufrida el 8 de julio en Pamplona. Fueron los cincuenta una época difícil para ser figura del toreo, debido a los pocos festejos que se anunciaban y a la durísima competencia que ofrecían grandes toreros que habían calado en las preferencias de los públicos, como Pepe Luís y Manolo Vázquez, Bienvenida, Ordóñez, o los nuevos tremendistas como Litri, Pedrés o ChicueloII.

Pero el buen hacer de Rafael Ortega, y no sólo como estoqueador, lo mantenían en un lugar privilegiado entre lo más conspicuo y exigente del taurinismo. Sus éxitos se repiten tanto en la Las Ventas como en la Maestranza y lo más reputado de la crítica del momento no reparaba en elogios al gaditano. Célebres cronistas como Antonio Díaz Cañabate o Gil Gómez Bajuelo ensalzaban su depurado estilo, su valor y su sobriedad. Don Fadrico, en el ABC, decía de él en 1950: «Hace Ortega un toreo recio, de raíz clásica, que gusta sobre todo para establecer el contraste con las depuradas formas modernas de la tauromaquia». Tras un triunfo apoteósico en Sevilla frente a toros de Miura, el mismo escritor comentaba: «Rafael Ortega es un torero de otra época que ha nacido fuera de su tiempo, con retraso. Mas, por lo mismo, nos trae un aire lejano, de hombría, que merece la gratitud de la fiesta». O el propio Gregorio Corrochano, quien al presenciar una lidia sublime a un bravo toro de Tassara en Madrid, escribía: «¿Quién le aventaja hoy en sus pases de pecho de cabeza a rabo? Sus faenas son sobrias, ponderadas, formales. Su toreo es clásico, emplea la izquierda sin ratimagos y remata con el auténtico pase de pecho».

Pero siete días después de este último triunfo, en ese mismo escenario de máxima responsabilidad, sufriría una cornada certera de un toro de Sánchez Fabrés, que lo volvía a apartar del camino de la gloria. Y aunque su cartel de torero honesto y puro se mantuvo álgido entre los aficionados, abatido por las injusticias y los percances, decide retirarse en 1960.

Regreso a los ruedos

Con 45 años, cuatro hijos y un deseo irreprimible de demostrar su torería, reaparece el 10 de julio de 1966 en El Puerto de Santa María. En la temporada de 1967 vuelve a triunfar en Sevilla, pero será el día de Corpus de ese año cuando alcance el cenit de su toreo en la que, por avatares del destino, sería la última corrida que lidiase en Madrid. Ángel Fernández Mayo habla así de aquella tarde: «La faena sentó cátedra por la elección de terrenos, por la seguridad, por la pureza en el cite, en el cargar la suerte y en el remate, y por el excepcional temple. Añádase el robusto sabor barroco de un toreo rancio, asolerado, o la genuina alegría interior de un natural citando de largo y se comprenderá cómo esa tarde Rafael Ortega reivindicó para siempre su arte de torero clásico entre los clásicos, puro entre los puros, honrado entre los honrados».

Tras la reaparición, el toreo de Ortega llegaba mucho más a los públicos y los resultados artísticos se prodigaron extraordinarios. Pero no existe pureza en el toreo sin riesgo ni exposición. En el quinto paseíllo que realizaba esa temporada en Barcelona, un cinqueño astifino de Hoyo de la Gitana puso un abrupto punto final a la brillante trayectoria taurina de Rafael. Con el riego de su pierna izquierda mermado desde entonces, el gran torero de San Fernando abandonó definitivamente los ruedos en el verano de 1968.

Desde entonces, sólo pudo deleitar con pinceladas sueltas de su arte en el espaciado goteo de festivales. Propio del hombre generoso que siempre fue, quiso devolverle a la fiesta un poco de lo mucho que ésta le había dado y asumió ilusionado la dirección de la, ya desaparecida, Escuela de Tauromaquia de la Diputación de Cádiz.

Ortega ha pasado a la historia de la tauromaquia como un reconocido as de espadas. Su compañero Marcial Lalanda ha dejado escrito sobre él: «De su época, ha sido el mejor matador, porque lo hacía despacio, marcando los tiempos. Mataba colocándose donde se debe, en el centro de los pitones. Su forma de matar era comparable a la de Cagancho, Fortuna o Varelito. Veintinueve cornadas, dos de ellas gravísimas rubricaron con sangre una carrera modélica e intachable».

«Valiente y desgraciado en la plaza, con la sorda vibración de torero antiguo», tal como lo definiera Néstor Luján, así será recordado Rafael Ortega. Como uno de los toreros más hondos, más puros y más trascendentes de cuántos pisaron los ruedos en el siglo XX.