TRAVESÍA. La estampa tópica tiene muy pocos visos de realidad. / LA VOZ
Sociedad

Ni reyes ni magos

Ninguna evidencia histórica ni teológica confirma el linaje real de las personas que adoraron al Niño Dios en el portal de Belén

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La tradición cristiana viste la historia con toda clase de aliños y afeites: tres reyes, de tres edades y razas distintas, sometidos de motu propio a la grandeza del Niño Dios tras dejarse guiar por ese trasunto de GPS divino que resultó ser una estrella de cola luminosa. Sin embargo, ningún texto bíblico, teólogo o padre de la Iglesia sostuvo -antes de que la costumbre de regalar juguetes a los niños en la supuesta efeméride de la visita fuera ya un ritual más o menos consolidado- que los que agasajaron a Jesús el 5 de enero procedieran de estirpe real.

La palabra magoi, con la que el Nuevo Testamento se refiere al trío protagonista de la leyenda, constituye uno de esos ejemplos de traducciones simplistas cuyo significado efectivo ha sido luego convenientemente obviado, en pos de intereses más prosaicos. Magoi es la fórmula hebrea utilizada para denominar a los sacerdotes de la religión de Zoroastro, muy extendida en la época, y que aplicaba una rigurosa jerarquía por castas a sus seguidores, con un líder máximo situado en la cúspide de la pirámide: el fere-rege, otra raíz léxica que se presta fácilmente a la confusión.

De dos a ocho

La narración evangélica no hace nunca mención al número de reyes, y ni siquiera hay una tradición cierta sobre la materia anterior al siglo X. Varios santos hablan de «los tres magos», pero en realidad, según el historiador Franco Cardini, es una influencia lógica que deriva del número de regalos que, por entonces, era costumbre hacer a los recién nacidos, fueran o no de linaje celestial. Otros testimonios indirectos hablan de doce obsequios, y el arte cristiano primitivo tampoco arroja gran luz sobre el asunto: un mural del siglo V localizado en el cementerio de San Pedro y San Marcelino muestra a dos; otra, un poco posterior, custodiada en el Museo Laterano, tres; el famoso fresco del cementerio de Domitila, cuatro; y en un jarrón del siglo VIII, atracción indiscutible del Museo Kircher, podemos disfrutar de una escena en la que nada más y nada menos que ocho monarcas coronados se postran ante el Niño Dios. Ninguno de ellos -por cierto- es negro.

Los nombres de los reyes son tan inciertos como su procedencia. Desde el siglo VII aparecen toda clase de variantes, hasta que en el XI se fijan los actuales Melchor, Gaspar y Baltasar. No obstante, la principal fuente que los denomina así, el Martirologio, también apunta que el primero vio a Jesús el 1 de enero, el segundo el día 6 y el tercero el 11. Esa estampa popular que glosa la épica de tres sufridos viajeros remontando dunas inmensas a lomos de sus camellos en pos de la gracia divina tiene escasos visos de realidad. Otro berenjenal historiográfico aparte sería lo sospechosamente parecidos que resultan sus nombres a los de la terna de profetas sirios Hormchorl, Gushanasaph y Balmisdad.

Por aplicar un último criterio racional a la leyenda, el geógrafo, historiador y astrónomo Walter Drum afirma que los sacerdotes de Zoroastro hubieran tenido que recorrer, desde que se les anuncia el nacimiento de El Mesías hasta que llegan a Belén, unas 1.200 millas en un plazo no superior a los tres meses (y eso que sitúa, benévolentemente, su punto de partida en la provincia más cercana de Persia). Quizás con un medio de locomoción actual (el AVE, por ejemplo, en vez de un atado de camellos), la hazaña se hubiera resuelto a su favor, pero no en una época en el que ese tipo de distancias, sólo por cuestiones climatológicas y de avituallamiento, conllevarían un mínimo de dos a tres años -si eludimos interesadamente el hecho de que el recorrido transitaba por una zona en permanente conflicto tribal, plagada de bandidos y salteadores-.

Dicen los estudiosos que ninguna fecha litúrgica puede considerarse con seguridad una fecha histórica. En el siglo IV, las iglesias de Oriente celebraban el nacimiento de Cristo el 6 de enero, mientras que las de Occidente la situaban el 25 de diciembre. Por lo tanto, es difícil saber a qué fenómeno astronómico se refieren los anales cristianos con la célebre estrella teledirigida. Para algunos religiosos protestantes -esforzados en esquivar las interpretaciones sobrenaturales-, la palabra aster significa cometa; los especialistas apuntan que por aquellas fechas tuvo lugar una extraña conjunción de Júpiter y Saturno que sembró el cielo de prodigios anómalos; y Julián Mancebo, del Observatorio Astronómico, defiende que los magos vieron una estrella Nova, una luminaria que aumenta de repente en tamaño y brillo y luego disminuye de nuevo.

No obstante, la praxis científica tampoco deja en ese asunto demasiado margen a la inventiva: la posición de una estrella varía al menos un grado cada día. Ningún lucero pudo, por tanto, aparecer y desaparecer para amoldarse al paso de los reyes. Y mucho menos pararse.

Para Cardini, el responsable del equívoco no es otro que el renacentista Giotto, que entre 1305 y 1310 pintó en la capilla de los Scroveni de Padua una estrella inspirada en la sensación de la época: el cometa Halley.

El motivo de que los Reyes Magos hayan gozado de una presencia cultural, religiosa, artística e incluso política tan amplia y sustantiva, no es otro que su fuerte tirón popular, convenientemente apuntalado por las provechosas estrategias de marketing de algunas empresas. Y, a la vista de lo conseguido, la idea no pudo resultar más positiva: ¿A estas alturas, qué padre, con un mínimo de sensibilidad, se atrevería a contarle a sus hijos la historia de ocho sacerdotes persas de Zoroastro que regalaron sacos de especias a un niño que reposaba bajo el brillo fugaz de una luminaria Nova? Demasiado técnico. Demasiado triste. Mejor, continuar con la leyenda.

dperez@lavozdigital.es