Buhardilla original del XVIII donde habitaban sirvientes. Esta corresponde a la cocina de un jefe de planta.
Cultura

En los desvanes de La Granja

La idea de subir al desván con la ilusión de hallar algún tesoro es aún más exitante si el ascenso es a las buhardillas del palacio segoviano donde se guardan 14.000 piezas desde el s. XVIII

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Los desvanes han sido siempre territorios misteriosos donde lanzarse a explorar con la emoción de ir a dar con un descubrimiento inusitado. En ellos, y de eso se ha ocupado con profusión la literatura, se producen revelaciones, invenciones, vuelan la fantasía y la palabra, se afana el recuerdo, estalla la alegría, cunde el miedo, y suceden milagros, como aquel de «Marcelino, Pan y Vino», que soñara José María Sánchez Silva, el niño que habló en una buhardilla con Dios.

En los palacios, como en las moradas del resto de los mortales, las modas fueron arrojando a la basura lo que quedaba desfasado según los gustos de la época. Sorprendentemente eso fue algo que no ocurrió de forma tan determinante en el de La Granja. Aquí, como si se tratara de la misma energía de la historia, donde nada se crea -sólo se restaura- y nada se destruye -porque se guarda y se cuida todo desde hace cuatro siglos-, su tesoro se fue transformando en un enorme desván que ocupa el 25% del palacio segoviano, donde sólo es visitable el 15 % de su superficie. El resto constituye el paisaje que relata con el conocimiento exhaustivo Nilo Fernández Ortiz, delegado de Patrimonio Nacional para los Reales Sitios de La Granja y Riofrío y guía de lujo para S6.

El cicerone advierte que amén de los nuevos aires de modernidad que soplaron en cada época, carcomas, xilófagos y traslados también pusieron de su parte para que muchas colecciones hayan desaparecido. «Consta que Felipe V -cuenta Fernández- recibió de su padre varios boulles, muebles del gran ebanista de Luis XIV Charles Boulle, que utilizaba refinados materiales y sin embargo no existen entre los bienes de Patrimonio, aunque sí estuvieron inventariados en su día. Eso quiere decir que, como en todas las casas, los muebles tienen un periodo de uso y algunos de ellos hay que reponerlos. Es muy curioso que todo lo que se conserva en este palacio tiene su sello particular. «Si se fijan en esas vitrinas -la visita empieza por una habitación cerrada con llave que al abrirse se muestra repleta de estantes-, se acumulan apliques y lamparillas de todo tipo, da la impresión de ser unos armarios anodinos, pero si prestan más atención verán que son del XVIII ¿por qué lo sé? Miren bien... El mueble se lo dice 'Felipe V Rey', reza el grabado de uno de sus cuarterones».

Luego, Fernández Ortiz abre unos arcones de madera clara que hay bajo las estanterías. Dentro, cientos de vasos de cristal, o al menos eso es lo que parecen, perfectamente conservados. «Son las luminarias, el sistema con que Felipe V e Isabel de Farnesio anunciaban la victoria en una batalla, el compromiso de un hijo o la firma de un tratado importante que merecía una celebración. Llenaban las lamparillas de aceite con una mecha y las distribuían por todo el jardín, iluminándolo. A ellas se refieren los documentos cuando dicen que 'el Rey ordenó dos días de luminarias'».

Alcalá Zamora, Azaña y Franco

Y lo que es la historia: En lo que fueron las zonas públicas del palacio, donde se hacía la Corte y se pergeñaba la política en la época de Felipe V, se bailaba durante la dictadura de Franco cuando cada 18 de julio actuaban allí ante el Caudillo Lola Flores y Carmen Sevilla.

Claro que también antes el Palacio fue ocupado por otros políticos nada reales: el primero fue Niceto Alcalá Zamora, primer presidente de la II República, que venía a pasar temporadas en verano y cuyo rincón favorito de lectura estaba en el Potosí, y después Manuel Azaña, que también durmió en El Pardo y en el Palacio Real de Madrid, disfrutaría de la Granja. Es más, Azaña se hizo construir en Palacio un gran cuarto de baño, y Nilo Fernández nos explica que durante la época de los fundadores no había, ya que se contaba con personal adscrito a un servicio de orinales y bañeras -real oficio del orinal- para atender esas necesidades.

Esta mañana gélida de diciembre en que recorremos los tejados la vida del XVIII parece haberse detenido en las buhardillas que se salvaron de la quema. Nos habían advertido de que nuestra aventura por los desvanes nos conduciría al paraíso del anticuario y allí, delante de todo aquello, incluso nos parecía que era quedarse corto. Porque aquello es el cielo para la imaginación que nos transporta por el tiempo. En cada habitación, una sorpresa. Cacharradas, baúles, pequeños mueblecitos, jofainas que pertenecieron al servicio. O decenas de apliques de pared de bronce cincelado de la época de Felipe V, tulipas, lámparas, el marco original del cuadro «Familia de Felipe V», de Van Loo, que está en el Prado -y del que hay una copia en este Palacio de La Granja-... Todo, perfectamente conservado, clasificado e inventariado, y por eso cada pieza lleva su correspondiente etiqueta codificada. Todo el perímetro del Palacio Real son almacenes: vemos una habitación sólo destinada al almacenaje de cuadros, otra para sillones de brazos, otra para sillas -desde la auténticas «Tonet» a piezas de distintas épocas, con tapicerías del XIX y maderas tan ligeras que es posible levantarlas con un solo dedo, y además sillerías completas-, estancias llenas de cómodas, o repletas de lavabos y bidets de madera...

Se abren más puertas: entramos a un almacén de relojes y todos funcionan; nos colamos en otro desván donde se guardan teléfonos; en el de al lado, cabeceros, pieceros, plateros, y pupitres de cuando el Palacio fue convertido en escuela durante la República...

Y vemos la veleta de Carlos III que estaba en una de las torres de caballerizas del Rey, y un juego de croquet impecable, y las bolas del juego del mallo y hasta unas pesas que se cree fueron de Alfonso XIII, un monarca pionero en la actividad deportiva y por ello tal vez un incomprendido. Incluso está, bajo un magnífico grabado que representa el entierro de la Reina María Luisa en Roma, el trono de todos los tronos, el que Carlos III mandó hacer en Nápoles, y que luego ha servido de patrón para los tronos de los sucesivos reyes españoles.

El collar del perro de la Reina

Pero desván en Palacio no es olvido. De ellos han salido a la palestra piezas que hoy decoran la casa oficial de este Real Sitio decorada con gusto exquisito por Nilo Fernández: los patines, unos de madera y otros de hierro, con los que jugaban los infantes -hijos de Alfonso XIII-, el collar del perro de Isabel II, las llaves maestras del Palacio con las iniciales de Isabel II, el mechero de Francisco de Asís, e incluso un fonógrafo Edison, regalo de la Sociedad Fonográfica Española a Alfonso XIII, y que emite música a través de unos cilindros de cera.

Al final, Fernández confiesa que tiene un plan: introducir las buhardillas, el magnífico reloj de la torre y las cocinas de Alfonso XIII en la visita museística para el visitante que verdaderamente tenga ganas de imbuirse en la vida de este palacio, que no es sino en la sociedad de su tiempo. «Pero hace falta un maridaje más intenso de la Administración con la sociedad civil para que el mecenazgo profundice en la colaboración y nos ayude a sacar a la luz todos estos tesoros». Nuestro exclusivo y fabuloso tesoro.