ANÁLISIS

Al despertar

En Pakistán ya no queda un átomo de sensatez. A Bhutto, que era lo más presentable de la deprimente democracia, perdonadas sus veleidades filocorruptas y protalibanas, la puso el régimen primero en arresto domiciliario y, la propia democracia, después en la caja de pino. Estaba mal vista por Dios y por el diablo. La odiaban los servicios secretos de Musharraf y los islamistas. Y Washington la preparaba para un reemplazo de entorchados. Volvió al país para cumplir su destino, que se asocia con el magnicidio o la horca, y se salvó de un atentado suicida de Al-Qaida que saludó su regreso, reveló sus intenciones y sirvió de ensayo general para su desaparición. Fue un error pensar que su asesinato estaba amortizado. Y como en el cuento de Monterroso, al despertar, el doberman que la despedazó todavía estaba allí.

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Kissinger decía de Somoza: «Es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta». Estos personajes sólo dejan de ser nuestros. Así hemos asistido a idilios de la Administración americana con Bin Laden, Mohamed VI, Mubarak, Buteflika y un largo etcétera de monstruos de usar y tirar. El presidente paquistaní también ha sido el mejor amigo de EE UU después del 11-S, como lo fue Bin Laden contra los rusos en Afganistán. Pero le movieron el suelo y Rice acudió al rescate de BB (así llamaban cariñosamente a Benazir Bhutto) para hacer presentable un régimen islámico amigo. Adoramos a los déspotas mientras nos bailan el agua, deploramos a los que están enfrente y soportamos a los inútiles.

Se hace difícil entender una política que blinda a un tirano frente al subidón integrista. Y nos sorprende el lenguaje denostador de sus inconvenientes a partir del magnicidio. Decimos: se trata de una evidente erosión de la democracia, cuando la dictadura se ha defendido del pueblo siempre a punta de fusil. Nadie movió un dedo en el asalto a la Mezquita Roja, y se le dio a Musharraf una oportunidad que no evitó su intratable modo de hacer política. Lo nuevo en Pakistán es viejo: el enroque de la dictadura para impedir cualquier alternativa del turbante a los entorchados militares.

Alentamos sistemas represivos y defendemos prácticas democráticas occidentales en los usos del mundo islámico. Contradicciones insufribles que aplazan el problema y crean el caldo de cultivo a la sedición. Y nos parece natural porque la política errática de Bush ha hecho que el problema parezca irreductible en términos de defensa de los valores de nuestra civilización.