MUNDO

Peligroso futuro

EL asesinato de Benazir Bhutto provocará una alta inestabilidad en Pakistán, un impacto negativo en la guerra de Afganistán y pondrá en estado de alerta a India. La combinación de estos factores muestra el fracaso de la política de Estados Unidos y Gran Bretaña de haber apoyado al general Pervez Musharraf en su curiosa transición represiva a la democracia.

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A partir de 2001, Musharraf ha mantenido el equilibrio entre, por un lado, la presión de Washington que le exigió ser un aliado fiel en la guerra en Afganistán contra los talibanes y Al Qaeda, y, por otro, parte de su propia población y de las poderosas fuerzas armadas que ven con simpatía a estos islamistas radicales del país vecino. Al mismo tiempo, ha tratado de reducir la tensión con India por el territorio en disputa de Cachemira.

Pero sus luchas más duras han estado en el último año dentro del país. Primero, al combatir a los islamistas radicales, en particular los que tomaron la Mezquita Roja de Islamabad en julio, incidente que acabó en una matanza por parte del Ejército. En un país de 160 millones de habitantes en el que el 96% son musulmanes y con parte de la educación controlada por las 'madrasas' (escuelas coránicas), este combate a a los radicales le ha hecho perder apoyo popular.

EE. UU. y el Gobierno afgano le exigen, además, que tome medidas contra los grupos tribales de la etnia pashtun que actúan en la zona fronteriza con Afganistán. Los talibanes tienen su retaguardia en Pakistán para luchar contra la OTAN y las fuerzas estadounidenses. Pero controlar esa región no es tarea sencilla, como tampoco el movimiento secesionista de Baluchistán. Menos aún, cuando la mayor parte de los millones de euros recibidos en fondos de ayuda al desarrollo han ido destinados a fortalecer el aparato militar.

Segundo, presionado por Washington el ahora retirado general Musharraf inició un proceso hacia la democracia, que debía arribar a las elecciones del 8 de enero. Pero en el camino ha reprimido a todos los que se oponían a que pudiese presentarse a presidente, cortando la libertad de expresión, echando a la calle a la mitad de la Corte Suprema y prohibiendo organizaciones de derechos humanos.

El juego político del presidente para ser reelegido consistió en prohibir al ex primer ministro Nawaz Sharif presentarse a las elecciones pero autorizar a Benazir Bhutto a ser candidata. Esta última encarnaba la opción secular y modernizadora, si bien en los últimos años trató de acercarse al islam moderado. Como líder del Partido Popular de Pakistán (PPP) actuó también con mano firme para liderarlo y controlarlo.

Alentados por Washington, Bhutto y Musharraf negociaron no bloquearse mutuamente en las elecciones: ella no cuestionó los juegos sucios del presidente para presentarse, y él congeló los cargos de corrupción que pesan sobre ella. Este apoyo de EE. UU. a los dos candidatos selló, de alguna forma, su suerte.

El 80% de los ciudadanos de Pakistán, según encuestas occidentales fiables, desconfían de Estados Unidos. Sucesivos gobiernos norteamericanos han canalizado cientos de millones de dólares en armas, en los años 70 para que Pakistán sirviese de retaguardia a la lucha de los muyahidines contra la intervención soviética en Afganistán, y luego para apoyar a un Gobierno autoritario en la lucha contra «el terror global».

El poder militar paquistaní tiene ahora el control sobre las armas nucleares, y poderosos intereses en el sistema bancario y financiero nacional y regional. Desde los años 70 el servicio de inteligencia se convirtió en un Estado dentro del Estado. Muchos de sus miembros ven con alarma el acercamiento que Musharraf hizo a India al quitarle apoyo a los insurgentes de Cachemira, y la represión contra los islamistas.

El asesinato de Bhutto es una bomba contra el proyecto de democracia limitada de Musharraf, y sitúa a esta región de Asia, junto con Oriente Próximo, como una de las más peligrosas del planeta.