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Terrorismo de combate

Una vez más, el plenario del Congreso de los Diputados fue escenario el martes de un desabrido debate en materia antiterrorista. Por cuarta vez en la legislatura, el PP quedó totalmente aislado ante el rechazo de todos los demás grupos al defender una moción unilateral sobre este asunto, que en esta ocasión tenía tres elementos: la ilegalización de Acción Nacionalista Vasca y del Partido Comunista de las Tierras Vascas, la reforma legal para que los delitos de terrorismo no prescriban y la derogación de la moción del 17 de mayo de 2005 que autorizó al Gobierno a emprender el proceso de diálogo con ETA.

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Es evidente que cualquier demócrata aspira a la derrota de ETA, y que ponerlo en duda es una indignidad. Sucede sin embargo que si se opta por intentar un proceso negociador, como han hecho los gobiernos de Aznar y Rodríguez Zapatero, es necesario aplicar el lenguaje adecuado durante la secuencia del diálogo. Aznar -recuérdese- llamó a ETA «Movimiento de Liberación Nacional vasco» cuando se disponía a intentar una solución negociada y Rodríguez Zapatero a Otegi hombre de paz en circunstancias semejantes. Crasos errores ambos si se sacan de contexto, aunque en su circunstancia fueron inteligibles y disculpables. De la misma manera, los términos más duros aplicados al terrorismo tienen pleno sentido ahora, cuando el proceso de paz se ha roto porque ETA ha decidido volver a matar cuando el Gobierno se ha negado a otorgar lo que el Estado no podía conceder, pero habían de ser razonablemente orillados cuando aún cabía la posibilidad de un «final dialogado».

Visiblemente, las propuestas parlamentarias del PP no han sido inocentes. Ponerlas a votación ha equivalido a cuestionar el celo de la mayoría frente a ETA y, de paso, dar a entender que cabría la posibilidad de que la fuerza que apoya al Gobierno sea en realidad tibia frente a la perversidad intrínseca de los asesinos. No sólo todos los demás grupos parlamentarios han sido conscientes de esta trampa sino que toda la opinión pública se ha percatado de que el PP ha pretendido utilizar a ETA con fines electorales por el procedimiento de insinuar que sólo él mismo está dispuesto a exterminar a los violentos, frente a la blandura de una izquierda que estaría dispuesta a contemporizar con ellos. La sola hipótesis es manifiestamente calumniosa.

Pero, además, en esta obstinación por erigirse, de la mano de una desnortada Asociación de Víctimas del Terrorismo, en solitaria espada flamígera contra ETA es simplemente absurda porque, a la hora de la verdad, nadie sabe cómo será el final de ETA, si bien puede asegurarse que ningún gobierno dejará pasar la oportunidad de conseguir su extinción aunque haya de negociar los flecos finales de la organización, por ejemplo la cuestión de los presos.

En este país en que abunda abrumadoramente la gente normal y en el que tenemos que convivir asimismo con minorías exaltadas, la inmensa mayoría se siente víctima de ETA porque todos hemos padecido el zarpazo del horror y la merma de las libertades que ha supuesto el terrorismo. Y los ciudadanos/electores, que tenemos una intuición muy bien formada, sabemos que, pese a las piruetas de la clase política, existe una unidad conceptual y de fondo entre todos que impulsa las condenas sinceras a ETA y la detestación que merecen sus encubridores y cómplices. Es falsa, en fin, la pintura que describe a unos partidos más empeñados que otros en el fin de ETA, y es simplemente ruin la táctica de dibujar esta ficticia perversión para sacar tajada.

En marzo tendremos muchos ocasión de opinar operativamente en las urnas sobre esta materia, que ha dominado la actualidad política durante demasiado tiempo. Nadie debería dudar de que, también esta vez, el voto de la sociedad civil colocará a cual en su lugar.