JUAN DEL RÍO MARTÍN. OBISPO DE LA DIÓCESIS DE ASIDONIA-JEREZ

Vivir en esperanza (I)

Una de las grandes aportaciones del cristianismo al pensamiento de la humanidad ha sido su oferta de esperanza. Antes de que los filósofos del siglo XX hablaran de la esperanza como virtud humana, los discípulos de Jesús la tenemos como uno de los tres pilares teologales que configuran nuestra existencia cristiana. Mediante la confianza en el Dios que siempre cumple su palabra, «gustamos ya en este mundo la esperanza de una vida futura que nos saciará totalmente» (San Agustín).

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Las grandes tragedias mundiales del pasado siglo motivaron que el pensamiento filosófico, dominado por la nada de Sartre y la desesperanza de Heidegger, fuera sustituido por una nueva confianza en el futuro y descubrir en la historia y en la cultura humana una llamada inherente de apertura a «un mañana mejor». Así, desde Marcel a Moltmann, desde Laín Entralgo a E. Bloch plantean la conexión entre la esperanza y la experiencia religiosa. Para el personalista E. Mounier, la esperanza pertenece a la condición ontológica del hombre, debido a la situación de homo viator del ser humano y de la historia que tiende a un fin. De ahí, vivir en esperanza o desesperación es «aceptar o rechazar el ser persona».

Al inicio de este nuevo milenio se percibe el vacío que deja la ausencia de los grandes principios y valores. Han fracasado muchas cosas: el viejo progresista que quiso cambiar el mundo, hoy te lo encuentras como un ferviente adorador del dios Mammón. La ilustración de la postmodernidad ha caído en los mitos y renuncia a la esperanza. De tanto predicar la muerte de Dios ha traído consigo la ausencia de sentido a la vida humana. Y la tan proclamada sociedad del bienestar no alcanza la realización personal, aumentando alarmantemente los estados de ansiedad, angustia, depresiones, suicido, etc.

Por lo tanto, es hora de preguntarse qué es más humano vivir en la desesperanza y darle una victoria más a los sistemas que encarnaron Hitler y Stalin; o más bien recuperar el imperativo de la esperanza que habita en el alma de la persona y que es el motor de la historia y de la vida.

La debilidad del hombre contemporáneo, su cansancio existencial y la perdida de la alegría de vivir se supera cuando se vuelve a las fuentes de la esperanza que está precisamente en la Biblia. Sí, mientras en Grecia la esperanza no dejó de ser un engaño, hubo en pueblo insignificante y pobre llamado Israel que se puso en camino y no acepto el eterno retorno. Creyó en un Dios personal, intrahistórico, que le da una promesa y hace una alianza con ellos. El cristianismo, nacido del tronco hebreo, afirma que las antiguas promesas se han cumplido en la encarnación-muerte-resurrección de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, el Mesías anunciado y esperado de las naciones. Él es nuestra única esperanza de salvación (cf. 1Tim 1,1). Pues bien, Benedicto XVI se ha percatado de esa desilusión que invade el pensamiento y la vida de la gente de hoy y nos ofrece una encíclica sobre la esperanza: «Spe Salvi» (Salvados por la esperanza). Su lectura nos sitúa en la dinámica del Evangelio que: «no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida.

La puerta oscura del tiempo, del futuro, han sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva» (nº 2). Con razón, diría en su día Chersterton: «lo que esa universal y combativa fe cristiana trajo al mundo, fue la esperanza».