EL COMENTARIO

La crisis judicial

El pasado miércoles se cumplió un año desde la fecha de caducidad del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), que tomó posesión del cargo el 7 de noviembre de 2001, seis años atrás. Y ese mismo día fracasaba el enésimo intento parlamentario de suscitar el consenso necesario para obtener un nuevo Consejo, que requiere el respaldo de las tres quintas partes de los representantes populares, es decir, el acuerdo PP-PSOE. En principio, y si hemos de atender a la lógica del cui prodest para atribuir responsabilidades, es claro que el interés por mantener el actual statu quo judicial es el Partido Popular, toda vez que el actual CGPJ, designado cuando Aznar gobernaba con mayoría absoluta, es de signo conservador.

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De cualquier modo, la culpa por la escandalosa demora ha de ser repartida a partes iguales entre las dos grandes fuerzas, que nunca han demostrado demasiada sutileza democrática al manejar esta delicada cuestión. Al propio tiempo, el Tribunal Constitucional está siendo objeto de un asedio político inefable que tiene por objeto mediatizarlo para influir indirectamente en el proceso legislativo. El PP, en concreto, ha recurrido tanto la reforma del Estatuto de Cataluña como las leyes más significativas de la actual legislatura socialista, por lo que si consiguiera imponer sus criterios en la corte lograría imprimir sobre la vida política un sesgo ideológico que las urnas le negaron en el año 2004. También en este caso el camino de las recusaciones fue estrenado por el Partido Popular, que cuestionó la imparcialidad del progresista Pérez Tremps, pero tampoco el desastre tiene en este caso un solo padre.

La manipulación del poder judicial por los poderes ejecutivo y legislativo es tan obvia y tan escandalosa que algunos intelectuales de relieve han exigido una reacción a los propios jueces.

Los regímenes democráticos son engranajes institucionales en delicado equilibrio, y es muy peligroso debilitar alguna de las piezas porque todo el conjunto puede derrumbarse. Y es que no ha sido descabellada en modo alguno la comparación lanzada con voluntaria solemnidad por José Montilla, el presidente de la Generalitat: hay algo de miserable cuartelada, de sedicioso golpe de Estado, de indecorosa conspiración decimonónica en este intento manifiesto de influir subrepticiamente en el marco jurídico sin poseer la mayoría política suficiente para engendrar leyes nuevas.

El caso es grave porque, al haberse mermado seriamente el prestigio de las grandes instituciones arbitrales, la realidad no soportaría decisiones controvertidas. En otras palabras, si este tribunal, debilitado por las recusaciones consumadas o fallidas, se atreviera a reprobar ahora el Estatuto de Cataluña, refrendado por tres cámaras parlamentarias y por el voto directo de la ciudadanía del Principado, podríamos darnos de bruces con una verdadera revuelta civil.

El bisturí de una institución judicial sobre las decisiones legislativas sólo es incruento cuando se aplica con la calidad intelectual y la superioridad moral que otorgan el prestigio y la independencia.

Ayer se publicaban algunas informaciones sobre los patéticos esfuerzos de los propios miembros del Tribunal Constitucional por salir del atolladero en que ellos mismos, con su docilidad partidista, se han introducido.

Al menos se percatan de su situación comprometida y del riesgo de colapso, algo que no han hecho aparentemente los grandes líderes políticos, en absoluto consternados por esta crisis institucional que debilita los fundamentos del sistema. Y a estas alturas, no se ve una solución practicable que no pase por la cirugía de la dimisión individual y fundamentada de los jueces y magistrados que vayan comprendiendo que son comparsas de una tragedia que se agrava con el paso de los días y que avanza imperturbable hacia un desenlace desolador.