MAR DE LEVA

Mentiras arriesgadas

Una canción de Cecilia puesta al día. Como el ramito de violetas de nuestros viejos tiempos, pero adaptada a la alta tecnología y el enganche a internet. La de sorpresas que nos dan las modas, oigan. De aquí a cien años, las calles desiertas y todos convertidos en unos vidiotas, enganchados al ordenador y las realidades virtuales más de lo que ya estamos muchos, que es bastante.

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Habrán leído ustedes la noticia, que puntualmente me remite un lector amigo, por aquello de que parece puesta ahí para que le saquemos punta: parejita que se conoce a través de la red mundial, chatean y tontean y se dicen esas gansadas que sólo de dicen los enamorados y que después, piadosamente, todos borramos de nuestra memoria. Cursiladas como «azúcar» (pero no, ninguno de los partícipes de la anécdota es Celia Cruz), y «príncipe de la satisfacción» (no, no queda constancia de que el otro personaje trabaje en publicidad, ni de que tenga abuela). Total, que la relación entre los desconocidos internautas se consolida, y cuando deciden pasar de los píxeles a lo práctico, que lo platónico está muy bien pero lo aristotélico es más divertido, quedan para conocerse en persona. Riesgo terrible, ya lo sabemos, porque si bien la tele nos hace a todos cinco kilos más gordos, los avatares de los ordenadores nos convierten en gente mucho más atractiva y deseable.

Y es entonces cuando se forma el taco, porque como si la vida fuera una película de enredo de Hollywood o una comedia de muchas puertas abriéndose y cerrándose, la tradición que va desde Plauto a Muñoz-Seca, cáspita, resulta que ambos los dos enamorados subrepticios son ni más ni menos que marido y mujer en la vida real, o sea, en la vida que está fuera, de momento, de los ordenatas. La historia, si fuera cosa del cine, sabemos que terminaría bien después de ponerse chunga durante un rato («Tú me mentiste», «Tú a mí más», «En el fondo era sincero», «Yo también», etcétera), y colorín colorado el matrimonio recompondría su vida de aburrimiento e iniciaría el segundo capítulo de su romance viajando a París, a Cayo Coco o a Cancún, convenientemente lejos de los ordenadores, por si acaso.

Pero nada. No coló, y la noticia tiene el triste (y lógico final) de que la pareja (serbia, por cierto), deciden mandarse mutuamente a hacer gárgaras y se divorcian porque su amor era una impostura. Desde fuera nos parece divertido, materia de farándula y de cuplés, pero desde dentro tiene que haber sido una tragedia.

La reflexión, claro, es cómo la tecnología nos ayuda, cada vez más, a evadirnos de la realidad, colocándonos una serie de caretas sobre las caretas que ya nos hemos puesto previamente para vivir en sociedad. No es extraño que en los mundos virtuales tipo Second Life que ahora están tan al día (aunque parece que desde que han entrado en ellos los políticos la gente empieza a desertar del juego o a hacer las mismas tonterías que fuera de él, como quemar sedes y banderas y todos esos otros gestos inútiles que por lo demás no sirven para nada ni interesan a nadie) la gente se quite las arrugas, se estilice los michelines y hasta se busque un nuevo nombre. Cosa que no tiene nada de malo si se es consciente de que se trata de un juego, pero que puede ser preocupante si la gente se lo toma en serio y llega a creer algún día (como llegará a creer, como los dos tortolitos de la historia) que ese mundo de enciende y apaga es la realidad y la ficción lo de fuera.

O sea, el Segismundo de Calderón. Terrible arma, la que van a tener entre manos los poderosos, cuando cualquier pretensión de mejora y de cambio se solventará con el soma electrónico. Mundos felices. Mundos perfectos. Cuando el cielo caiga sobre nuestras cabezas, estaremos viendo al Cádiz jugar la final de la Champions imaginaria, compraremos nuestros coches gracias a esa Delphi perfecta que nunca cerró (¿se acuerda ya alguien de aquello de «Delphi no se cierra» que coreábamos?), los corredores de Fórmula Uno ya no tendrán que quemar rueda y revalidarán su título en la playstation (ya lo ha dicho hace pocos días Hamilton), y hasta los eternos aspirantes al pesebre podrán satisfacer sus ansias de poder virtual con sólo apretar el ratón, convencidos gracias a la magia tecnológica de que, en efecto, han nacido para gobernar. Qué miedo.