LOS LUGARES MARCADOS

Integración a la carta

En el bar de mi amigo Jon, colombiano, puedes escuchar un vallenato en tanto que saboreas unas arepas «como Dios manda, hermano» o unos patacones crujientes, acompañados del vino de Jerez que se te apetezca. O degustar su tapa premiada, unos choricitos de Córdoba confitados al Pedro Ximénez, maridados con un Río Viejo. En la pared, curiosamente, una bandera no de Colombia, ni de España, ni de Andalucía. Una bandera de Australia que unos turistas enamorados del barrio le dejaron de recuerdo al volver a su isla, allá en las antípodas. Una bandera, pues, que sólo significa amistad.

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Yo no estoy muy segura de si creo en banderas; de lo que sí estoy segura es de no creer en banderías. Dividir el mundo en facciones, en camarillas enfrentadas, me parece peligroso y superfluo. Prefiero un mundo donde maridemos, fusionemos y aglutinemos lo mío y lo tuyo. Tu son y mi compás. Tu yuca y mis papas con chocos. Tu té y mi yerbabuena. Me gusta ver a Mohamed, nigeriano, leyendo el Marca y a Luis, venezolano, alabando las gambas al ajillo. Me gusta ver a los ramilletes de frágiles japonesas comentando las letras de las soleares en la terraza de una cafetería, mientras dan buena cuenta de sus tostadas con aceite. Qué quieren que le haga.

Por eso no entiendo que en un país como España, este país antiguo, hecho a las conquistas y las reconquistas, este territorio fronterizo donde se han detenido y donde se han afincado tantas culturas para legarnos sus riquezas espirituales y también raciales, haya una guerra por las banderas. Con lo fácil que es el respeto. Con lo económico que es, además. Cualquier bandera es buena si no oculta la bandera del otro. Cualquiera es mala si es impuesta o si se pretende exclusiva. Y ninguna, ni buena ni mala, debería servir como excusa para el enfrentamiento.