LA PALABRA Y SU ECO

Salvochea y el Che

Es curioso que en menos de quince días se hayan cumplido los aniversarios de la muerte -cien y cuarenta respectivamente- de dos iconos de la revolución social: Fermín Salvochea y Ernesto Che Guevara. Salvando el alcance mediático de cada uno de ellos, los dos incrustaron un pórtico en sus vidas con la máxima común de liberar al ser humano de cualquier tipo de esclavitud, sin importar raza, religión o nacionalidad. Nuestro héroe local trascendió los límites que le otorgaba su bastón de mando como alcalde de la ciudad de Cádiz para exportar sus ideas libertarias al resto de España. Allí donde exista un oprimido-decía- se desata el espíritu de la lucha por la humanidad. El guerrillero argentino, por otra parte, se caracterizó por no conformarse con la conquista de ninguna parcela que no condujera a la revolución universal. Podía haberse acomodado en Cuba, gozando de una privilegiada posición como héroe de una nueva izquierda y vigilante del nuevo ensayo revolucionario que atrajo todas las miradas de la izquierda internacional, pero prefirió continuar con su trabajo de guerrillas fuera de los despachos ministeriales, sin importarle lenguas ni fronteras, alternando, eso sí, su enorme noción de la utopía con el abultamiento de una mítica personalidad que, tarde o temprano, conlleva una dosis de arbitrariedad en el ejercicio del poder.

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Salvochea no rozó ni por asomo el nivel de marca registrada que caracterizó el nombre del Che. Eran otros tiempo y su carácter estaba más cerca del anonimato que del protagonismo histórico. Pero al margen de los aciertos y errores que ambos personajes pudiesen cometer en el intento de aplicar sus ideas, brillaba una por encima de todas, que se significó por su alcance planetario. Esa creencia en la humanidad como única patria tenía un enemigo común que se atrincheraba bajo el baluarte del nacionalismo, engatusando a sus soldados con conceptos engañosos y hueros, que les llevaban a desviar el verdadero motivo de su combate: no luchar por la propia emancipación como persona, sino por el presunto orgullo de pertenecer a un determinado lugar del mundo, chico o grande. Lo importante es que esa gente se confundiera de bando y acabase disparando a sus propias filas. El nacionalismo siempre ha pretendido inventar un ogro fuera de casa, que pretende acabar con sus inquilinos, con su hogar y sus posesiones. Por eso, lo primero de todo es hacer piña con el casero y continuar pagándole el alquiler sin rechistar, por muy alto que éste sea. Es el antídoto contra cualquier veleidad de expansión libre que se instale en el ser humano. El nacionalismo vuelve manso a sus huestes, haciéndoles creer que son espíritus rebeldes: «entonen himnos y ondeen banderas contra los de allí, mientras aquí os chupamos la sangre». Por eso, Che Guevara y Fermín Salvochea nos advirtieron de que el nacionalismo siempre fue de derechas y jamás podrá ser de izquierda. Es más, cuando esa izquierda echa mano de las consignas y argumentos nacionalistas es que se está apartando de su propia razón de ser y, por tanto, aproximándose a las ideas conservadoras, como ha ocurrido con los regímenes comunistas atascados en su propia estatificación. O en presuntos grupos izquierdistas que anteponen la barretina o el chistu a la grandeza de la libertad. Así que ojo con el casero.