Jesús Cabrera - El molino de los ciegos

El cierre de Santa Isabel

Un convento vacío es como un reloj parado, algo inútil. Al edificio de Santa Marina se le buscará otro destino. Pero no será lo mismo

Jesús Cabrera
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Un convento vacío es como un reloj parado, algo inútil. Al edificio de Santa Marina se le buscará otro destino. Pero no será lo mismo

Hacía casi medio siglo que la ciudad no vivía el cierre de un convento, algo que lógicamente siempre conlleva un malestar popular porque la clausura nunca es lo suficientemente fuerte para que en el entorno más inmediato siempre exista una cálida relación de afecto y familiaridad. Las comunidades religiosas hacen permeables las tupidas rejas y los sólidos portones para establecer una relación de afecto mutuo con el barrio que no entiende de globalizaciones, ni de nuevas formas de vida. Hoy, como ayer, un convento de monjas es mucho más que un edificio de altos y blanco muros.

Hace casi 50 años, los vecinos de Santa María de Gracia protestaron con todas sus fuerzas contra la marcha de las dominicas, algo que no entendían por más que se les explicara que había sido decisión de las monjas y fueron numerosas las historias que se contaron por el barrio y que no lograron cicatrizar esa herida. Más lejano en el tiempo, el siglo XIX fue desgraciadamente pródigo en cierre de conventos. Primero, la desamortización de 1935 clausuró un buen número de cenobios de los que actualmente apenas queda rastro, tampoco se cumplió la finalidad social de su cerrojazo y la Administración, que debía velar por el patrimonio, fue responsable en su desidia de que se perdieran obras de arte, archivos y libros. Después, la Junta Revolucionaria llamó un buen día de 1868 al obispo Alburquerque y le dijo que se buscara la vida como quisiera, pero que a ellos les había entrado el capricho de cerrar cuatro conventos y que él tenía que decidir cuáles eran. El prelado se cortó el dedo que menos dolía y en la lista puso a Jesús Crucificado, las Dueñas, Santa Clara y la Concepción.

Ahora le toca el turno a Santa Isabel de los Ángeles por decisión de la federación de las clarisas. Ya no son las razones burdamente especulativas de Santa María de Gracia ni los argumentos supuestamente revolucionarios del siglo XIX. En nuestro tiempo afrontamos una etapa difícil, de descenso alarmante de efectivos en la vida religiosa, una circunstancia que en otras localidades se ha cebado con más virulencia que en Córdoba. Aquí, de momento, sólo cierra Santa Isabel, pero otros, también cargados de historia y de patrimonio, pueden tomar la decisión en breve.

Aunque digan que la iglesia seguirá abierta sabemos que esto es sólo un consuelo pasajero, porque sin comunidad de monjas qué falta hace este templo enfrente de Santa Marina. Un convento vacío es como un reloj parado, algo inútil. Al edificio se le buscará otro destino, pero ya nada será lo mismo. Quienes cruzaron el patio de entrada, del que Ricardo Molina dijo que «está ungido de calma y ultramundanas serenidades», y tuvieron la suerte de ver a las monjas, tras la reja, rezar las vísperas frente al Cristo de Pablo de Rojas -uno de los mejores de la capital, seguro-; deleitarse con los hojaldres y las magdalenas de sabores de otros tiempos o asistir a los navideños cultos del Niño del Mayorazgo son desde ahora unos privilegiados.

Junto a este patrimonio inmaterial ya perdido está el material del que se desconoce su futuro, como es el caso del retablo de Pedro Roldán, las sargas de Ángel María de Barcia, la importante reliquia de San Diego de Alcalá, en un monumental relicario de plata, que el Ayuntamiento cedió en depósito en 1837; la milagrosa Virgen de las Navas, que fue testigo de la batalla de las Navas de Tolosa, o infinidad de piezas que se salvaron del grave destrozo de los bombardeos que la aviación republicana hizo sobre el convento el 18 y 20 de agosto de 1936.

Todo esto es ya historia, como la embaucadora de sor Magdalena de la Cruz y tantas religiosas tan anónimas como ejemplares. Ahora, sin monjas, entrar en Santa Isabel es visitar un cadáver ilustre.

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