Yolanda Vallejo - HOJA ROJA

El tiempo que perdemos en vivir

Decía Pío Baroja que no le gustaba ir a ningún sitio de donde no pudiese volver andando, y no lo decía solo por manías de taciturno noventayochista, como estará usted pensando

Yolanda Vallejo
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Decía Pío Baroja que no le gustaba ir a ningún sitio de donde no pudiese volver andando, y no lo decía solo por manías de taciturno noventayochista, como estará usted pensando. Lo decía, porque hace un siglo –hace un poco más de un siglo– el mundo andaba igual de loco que el de ahora; en plena transformación, según los más optimistas, y el concepto de modernidad se diseñaba con cuatro ruedas y un motor. Durante todo el siglo XX la tecnología inteligente viajaba en automóvil, y garantizaba una libertad que, al final, terminó por hacernos esclavos del coche. Así, las ciudades se llenaron de aparcamientos, se suprimieron aceras, se vaciaron los centros urbanos, y uno era según el coche que tenía, según los coches que tenía, porque una vez instalados en los pisos más altos de nuestras posibilidades, el vehículo se hizo como el sufragio universal, un ciudadano, un coche.

Nos dijeron que lo moderno era moverse en vehículo privado, que no dependía uno de horarios, ni de tercermundistas transportes públicos... que uno era dueño de su vida conduciendo, y cosas por el estilo, que aprovechaba la industria automovilística para retorcer un poco más la cosa. ¿Y tú qué coche tienes?, era la estructura superficial de un discurso, basado en la superioridad de un supuesto estatus social que, previamente, nos había sacado de las ciudades, prometiéndonos una vida saludable a las afueras, segura para nuestros hijos y,–todo hay que decirlo– muchísimo más barata. No nos contaron, por supuesto, que hasta para comprar el pan había que coger el coche, que nuestro niños no podrían ir andando al cole, y que nuestro ocio se limitaría a las paredes acristaladas de un centro comercial, a llenar el maletero de provisiones y al transporte «puerta a puerta» de la familia, de vuelta al adosado.

A eso lo llamaban bienestar y hasta nos lo creímos, olvidando que el hombre está diseñado para caminar, para conquistar distancias de donde se pueda volver andando. Porque para que todo encaje, el mundo debe estar hecho a la medida del hombre y no al revés. Jan Gehl, el urbanista que aceptó desafíos como la peatonalización de Broadway, el centro de Moscú o Melbourne, lo tiene clarísimo, con tanto coche, las personas no andan; y una persona que no anda, está incompleta, algo que denuncia la OMS -por si el argumento de Gehl le parece endeble. La única manera de revertir la situación en la que estamos, es que la personas –y no los coches–, sean las protagonistas de las ciudades.

«Caminar –dice Gehl– es la manera más agradable de moverse por una ciudad, pero exige ir despacio. Yo digo que no pierdes el tiempo, ganas la vida». Porque el tiempo que empleamos en movernos de un sitio a otro caminando, lo ganamos en vivir. No tengo ninguna duda al respecto. Verá. Yo voy andando a mi trabajo cada día. A diario veo los escaparates, contabilizo los negocios que abren y cierran en menos de dos meses, controlo la hora a la que se apagan las farolas, saludo a la misma gente cada mañana, me paro a charlar, si me encuentro a algún conocido y, de paso, hago ejercicio. Mis hijos van andando al colegio, a veces solos, a veces con amigos que se van juntando por el camino. A veces se entretienen más de la cuenta, es cierto, pero no están perdiendo el tiempo, están viviendo, respirando; y se mojan cuando llueve, y se abrigan mucho cuando hace frío. En mi casa no tenemos coche. Bastantes veces hemos soportado miradas de asombro y comentarios compasivos del tipo «¿y cómo podéis vivir así?» Son los mismos que no salen por la noche, porque una copa equivale a no sé cuantos puntos, y porque aparcar se ha convertido en un deporte de alto riesgo, y porque el parking es carísimo, y porque los niños vomitan como posesos en cuanto arranca el motor. Nunca entendí ese concepto de libertad.

Sin embargo, algo está cambiando. Poco a poco, sin duda, pero se va notando. Primero fue el «día sin coche», la lenta concienciación de dejar el vehículo por un día y usar el transporte público, la bicicleta, o las piernas; y por fin, la Semana de la Movilidad, que se está celebrando desde el pasado viernes y que pretende sacudir el polvo de la ciudadanía, demostrando la necesidad de una ciudad sostenible y saludable.

Nuestra ciudad está hecha a nuestra medida. Las distancias no son tan grandes como para no poder volver andando desde cualquier punto, como quería don Pío. Se puede recuperar la calle, se puede hacer un carril bici, se puede reducir el límite de velocidad, se puede, incluso peatonalizar parte -o gran parte- del centro histórico. Durante toda la semana, gracias a la iniciativa ciudadana, a colectivos como la Asamblea Ciclista, el Consulado de Comerciantes, y a diversas entidades que se han adherido a este proyecto, con el apoyo del Ayuntamiento, se podrán debatir propuestas, exponer nuevas ideas y, sobre todo, mostrar un nuevo modelo de ciudad. Una nueva sociedad que cambia los malos humos por aire fresco.

No se lo pierda. El próximo jueves, la plaza de España se libera del tráfico para demostrar que, sin coches, también se puede vivir. Tal vez, hasta mejor.

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