Yolanda Vallejo

La peor clase

Si hay algo de qué hablar en este inicio de curso es, precisamente, de lo que no se habla. De ese gran pacto por la educación que se anunciaba como el bálsamo de Fierabrás

Yolanda Vallejo

Como los tiempos adelantan que es una barbaridad, este año nuestros representantes públicos no han esperado hasta mañana para decirnos que el curso escolar arranca con toda normalidad y que los andaluces somos los más imparables, y que la ratio de alumnos ha bajado –como si el descenso de natalidad en vez de una mala noticia, fuese un éxito político–, y que nuestros niños, además de bilingües, van a ser trilingües, y que los padres –¡los padres!– les pusieron un notable alto a los maestros en el pasado curso, y que todas esas cosas que se dicen, cuando no se tiene mucho más que decir, en una rueda de prensa como la que ofrecieron el pasado jueves el delegado de Gobierno de la Junta y la delegada provincial de Educación. Porque es mañana cuando empieza el curso escolar. Y ya lo sé; está usted, como todos, la mar de contento. Aunque usted y yo, que somos de la generación que iba al colegio sin paños calientes, sin miramientos y cargado como un mulo cada quince de septiembre, con una mochila más ortopédica que anatómica, no termina de entender que lo normal se convierta en extraordinario.

A mí sigue pareciendo algo asombroso que cosas como la vuelta al colegio, la selectividad, o las vacaciones escolares, abran cada año los informativos como un Facebook pero a lo bestia. Mañana volverán las imágenes de los más pequeños llorando, de los padres fingiendo preocupación, de los maestros sonrientes, de las aulas amigables, de los políticos encantados de conocerse de nuevo… y de todo eso que sabemos que es mentira, pero que nos convence de que somos un poquito mejores como personas.

Porque si hay algo de qué hablar en este nuevo inicio de curso es, precisamente, de lo que no se habla. De ese gran pacto por la educación que, a finales de 2016, se anunciaba como el bálsamo de Fierabrás y que prometía la «sustitución» de la LOMCE, tras llegar a un acuerdo firmado por PP, PSOE y Ciudadanos. Un pacto del que nunca más se supo; un pacto que, en parte, facilitó la investidura de Mariano Rajoy como presidente del Gobierno y que, en principio, era la base de un proyecto de Ley Básica de Educación, cuyo principal objetivo no era otro que garantizar la estabilidad de los programas educativos en este país. Seis meses, dijeron, –aunque lo del tiempo es tan relativo– serían suficientes para llegar a un consenso. Seis meses, que luego fueron ocho, y que nos han traído, casi un año después, al mismo punto sin retorno, y con la misma ley, parcheada y remedada a gusto de cada comunidad autonómica.

Y así, quedó nuevamente demostrado que el gran pacto por la educación no era más que una maniobra, una excusa; que el problema educativo en este país no les importa absolutamente nada, y que estos políticos son, como nos decían las maestras de pequeños, «la peor clase que hemos tenido jamás».

La Ley Wert no solo sigue en vigor, sino que, además permite, que por sus costuras mal hilvanadas, el sistema educativo español se deshilache. De las temidas reválidas, que luego no fueron tanto, a la implantación de una segunda lengua extranjera cuando nuestros hijos tienen problemas, cada vez más graves, de comprensión en su propia lengua; de la gratuidad de libros de texto, a la eliminación de los exámenes de septiembre, o a la modificación del calendario escolar, cada comunidad autónoma ha hecho de su capa un sayo, que lejos de buscar puntos de unión, se empeña en diferenciarse cada vez más. Hasta 25 versiones distintas de un mismo libro de texto nos separan.

El «marasmo normativo» al que alude el informe El Libro Educativo en España. Curso 2017-2018 presentado la pasada semana, ha puesto en evidencia que las autonomías «han sorteado las normas del Estado» hasta tal punto que ya no existe un currículo básico que permita a un alumno andaluz –por ejemplo– adquirir las mismas competencias que un alumno gallego –por ejemplo– en el mismo tiempo y de la misma manera. Los editores que, tampoco están contentos, advierten de que, sin un pacto estatal por la educación, y sin una normativa común, el disparate está asegurado.

Aún más asegurado de lo que está ya. La peor clase política que hemos tenido jamás, prefiere mirar para otro lado. Prefiere quedarse en el patio del colegio, jugando al escondite, antes que entrar en las aulas. Porque si entrara en clase, se daría cuenta de que el problema más grave que tiene este país, y del que derivan todos los demás, es la mala educación que tenemos los españoles. Las pocas destrezas que hemos adquirido en historia, en lengua, en matemáticas y hasta en ciudadanía.

Luego pasa lo que pasa. Se cofunden las churras con las merinas y acabamos haciendo el recreo en un salón de plenos parlamentario. El bochornoso espectáculo -usted y yo sí tenemos derecho a llamarlo bochornoso, la vicepresidenta del gobierno no lo tengo tan claro- del parlamento catalán en los últimos días es consecuencia directa de lo que le digo. La falta de educación democrática nos empieza a pasar factura. Y la cuenta es muy alta.

Pero no se preocupe. Mañana empieza el colegio. Si tiene usted ya un grupo de WhatsApp de padres y madres, póngalo en silencio. Para escuchar tonterías, ya tiene bastante con nuestros políticos.

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