Casa de la familia Trump en Kallstadt
Casa de la familia Trump en Kallstadt - DPA
KALLSTADT

El pueblo alemán de Donald Trump

Detractor de los inmigrantes, el candidato prefiere no hablar de sus orígenes

CORRESPONSAL EN BERLÍN Actualizado: Guardar
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Los escasos turistas que llegaban a Kallstadt solían ir buscando la casa de Henry John Heinz, el inventor de una salsa de tomate que terminó llamándose kétchup y que venía siendo el lugareño de mayor proyección pública internacional de esta localidad de 1.200 almas en el sur del Palatinado alemán. Las elecciones estadounidenses han supuesto, sin embargo, dos cambios revolucionarios para el pueblo porque ahora llegan bastantes más turistas, entre 20 y 30 al mes según calculan funcionarios del ayuntamiento, y porque los citados nuevos turistas no llegan buscando la receta del kétchup, sino a los primos lejanos de Donald Trump.

Algunos de ellos, americanos, especialmente indocumentados y que han causado hilaridad en el pueblo, llegaron preguntando por la familia «von Trump», en un jocoso caso de confusión con los von Trapp de Sonrisas y Lágrimas.

Otros, disfrazados de turistas, son posiblemente periodistas o asesores de campaña en busca de trapos sucios que publicar o silenciar, según sospechan los aldeanos, que con cierta mala uva los dirigen una y otra vez a la casa de Fritz Geissel, tataraprimo del candidato y que está ya hasta las cejas de responder a las mismas preguntas sobre la historia familiar.

Harto de enseñar la casa del abuelo Frederik Trump, una casa sencilla con tejado a dos aguas y puerta azul, mitiga tan rápido como puede la ansiedad de los visitantes por recabar datos y cotilleos, recordando que en un pueblo pequeño como este se valora mucho la privacidad y no se van aireando las intimidades. No hay más que mirar con atención el buzón que han colgado en la puerta los actuales habitantes de la casita Trump, en el que se puede leer «Dios lo ve todo. Los vecinos ven aún más».

En busca del éxito

«Cuando llegué aquí, hace 24 años, los nombres de Heinz y Trump fueron los primeros que escuché», admite, cauteloso, el alcalde Wolfgang Quante, que asegura ver por la tele con cierta distancia las noticias sobre las elecciones en Estados Unidos. «Creo que fue un gran hombre de negocios y lo que consiguió en Estados Unidos es motivo de honra, también para Kallstadt», sugiere sobre el abuelo Trump la propietaria de viñedos locales y con una vieja tía Trump, Pia Buhler.

Pero, vista desde Kallstadt, la historia del abuelo Trump destila un sutil olor a fracaso. Débil y enfermizo, no encajaba en la economía local, basada en los viñedos sobre los que se deslomaban los vecinos. Se había formado como barbero, «pero era ambicioso y aspiraba a más de lo que socialmente podía ofrecerle la sociedad de la Alemania del XIX», explica la biógrafa Gwuenda Blair, «de modo que emigró a Estados Unidos».

La suya no fue una idea precisamente original. Ese año, 1885, fue el de mayor emigración alemana rumbo a América. La ola de refugiados alemanes había comenzado a llegar desde 1848 y en 1900 la población de las ciudades de Cleveland, Milwaukee, Hoboken, y Cincinnati, por ejemplo, estaba compuesta en más de un 40% de germano-estadounidenses, dato que abre un paréntesis de reflexión sobre la actual crisis de los refugiados en Alemania.

Trump quiso volver a casa a jactarse de su fortuna, como un indiano cualquiera, y llegó de nuevo en 1904 para casarse con una chica del pueblo y con intenciones de quedarse. Pero el hecho de no haber cumplido con el servicio militar obligatorio le había privado del derecho a la nacionalidad alemana y fue obligado a regresar a EE.UU., de forma que los republicanos abochornados siempre pueden culpar al Kaiser.

«I love Kallstadt»

Quizá por eso, los Trump que se esconden tras los visillos de los caseríos de Kallstadt prefieren no hablar sobre el candidato a suceder a Obama. Aaron Skiba, un investigador de Deutsche Welle que asegura haberse tomado la molestia de llamar por teléfono a todos y cada uno de los Trump que aparecen en la guía telefónica de la región, constata que «están hasta las narices de su famoso pariente», «la mayoría buscan una excusa» para interrumpir la conversación y «algunos incluso me cuelgan sin más».

Bernd Weisenborn, un granjero cuyo ADN se entrelaza en algún gen con el de Donald Trump, insiste en referirse al tío americano como «Drumb», con acento palatino, y asegura que le da «exactamente igual» el resultado de las elecciones. La misma indiferencia huidiza muestra el propio Donald Trump, que no quiso hablar sobre su origen alemán cuando una joven cineasta con familia en el pueblo, Simone Wendel, quiso entrevistarle el año pasado para un documental titulado «kings of Kallstadt». Ya sumergido en su estrategia de campaña y abanderando el mensaje antiinmigración, para el que su origen resulta cuando menos sorprendente, el candidato accedió a grabar solamente una escueta declaración: «I love Kallstadt».

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