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El DNI de los ángeles

«Mirá, viejo, dejate de joder. A vos lo que te pasa es que le das demasiadas vueltas a vos mismo», me dijo él, que sí que era viejo de verdad pero que, quizá por eso, hablaba con grave juicio

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«Mirá, viejo, dejate de joder. A vos lo que te pasa es que le das demasiadas vueltas a vos mismo», me dijo él, que sí que era viejo de verdad pero que, quizá por eso, hablaba con grave juicio. En realidad, evitaba mirarlo porque tenía la nariz llena de arrugas y de venas más saturadas que la M-40 en hora punta. Su nieta, que revoloteaba por ahí cual grácil campanilla, llevando de acá para allá oxidados enseres de cocina, me interesaba mucho más. Pero el tío tenía una voz como de ombú inmemorial. No era posible oírla sin escucharla. Parecía que había venido del Medievo para sentar cátedra. Sus palabras te penetraban las meninges y se instalaban de manera indeleble en tu conciencia.

Por eso, todavía hoy, no consigo olvidarme de aquel su sarcástico corolario: «Y además, sos un gallegazo del carajo», zanjó, antes de estallar en carcajadas y darle una larga chupada a su mate.

Salí de aquel apartamento de Montevideo convencido de ser un gallegazo egocéntrico, un detestable mimado del primer mundo en esa urbe de gente modesta pero feliz. Desde entonces, intento evitar ocuparme demasiado de mí mismo. Rara vez lo consigo y mis jefes tampoco me ayudan. ¿Cómo hacerlo si le piden a uno que escriba un relato estival autobiográfico? Crecí como profesional pensando que el periodista nunca debía ser el protagonista de la noticia, que la invisibilidad es una virtud en quien tiene como misión contar las historias de otros. Pues nada de eso. Resulta que me veo en la obligación de narrar para ustedes uno de mis veranos. Bueno, pues ahí va. Están a tiempo de pinchar en otro enlace.

En Uruguay todos los coches son pequeños. Por más plata que uno tenga, a lo más a lo que se puede aspirar es a un utilitario coreano, una de esas cajas de cerillas que en cuanto pasan de noventa suenan y vibran como una batidora en celo. Al volante de uno de esos ingenios tomé rumbo al norte, tratando acallar la voz del viejo, pero ni siquiera el constante centrifugado de mi auto de alquiler apagaba tan lacerante diagnóstico. Dejate de joder, decía el cabrón, me repetía a mí mismo en cada curva. Si a la salida de una de ellas hubiera estado él, habría pisado a fondo el acelerador para pasarle por encima. Y encima la nieta no me dio bola.

Alcancé mi destino. Cabo Polonio, el culo del mundo más idílico que vi nunca. Los pocos humanos que viven ahí lo hacen enajenados por el constante batir del viento Atlántico que azota las veinte chozas de la aldea y los reyes son los integrantes de su nutrida y encantadora colonia de leones marinos. A ellos no hay viento que les amargue la existencia.

Uno de los lugareños, un argentino, sucio y barrigudo que solo hablaba con y de su exmujer, me alquiló un catre en una de sus chozas. Era tan infecta como él, pero debajo de la almohada me aguardaba una deliciosa sorpresa. Me recosté, agotado por el viaje, y noté algo extraño en mis cervicales. Resultó que bajo el cojín encontré un monedero que alguien había olvidado y que había sobrevivido a la limpieza posterior del argentino, que no debió de ser ni mucho menos exhaustiva. Abrí el monedero y encontré unos pocos pesos y, oh, cielos, un DNI español. Sí, por lo visto los ángeles también tienen DNI. Al monstruo de la burocracia no escapan ni criaturas celestiales como la que le sonreía directa a mi corazón desde aquella foto de carnet. De sopetón, el cabrón del viejo se convirtió en historia. Mi único afán pasó a ser devolverle su documento a esa encantadora expatriada, con la esperanza de que me premiara el gesto aunque fuera solo con una sonrisa.

Allí dejé al argentino y a los leones marinos y arranqué una búsqueda que aún no ha terminado y que me llevó a lugares tan maravillosos como sus labios, esos que dibujan puntos suspensivos en cada sonrisa, esos que convirtieron en historia al cabrón del viejo y a la antipática de su nieta, esos con los que estoy deseando volver a encontrarme.

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