La playa que yo conocí
La playa que yo conocí - TURISMO DE GANDÍA
RELATOS VERANIEGOS

La leyenda del plátano flotador

Muchas leyendas han quedado en el olvido: las campañas de Jenofonte, Ponce de León y la Florida, el perro de Ricky Martín.... Todas ellas se olvidarán como lágrimas en la lluvia o motocicleta en Vallecas sin seguro ante la épica del plátano con el cual se obtenía el sueño sin fin

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Estimado lector que entras aquí buscando un relato sexual: te has equivocado. El título no tiene nada que ver con agrestes romances en el Aconcagua a la luz de la luna; tampoco es un relato desesperado de un náufrago que mandaba poemas de amor en una banana (metáfora que habría encantado a algún escritor francés pergeñador de porno fino). Tampoco contaré otras vacaciones en Valencia, que construyen mi imaginario sentimental de la veintena. Me falta, todavía, esa madurez de la vejez para describir con lirismo certero mis amores pasados; en la actualidad sería otro niño emo publicado por Luna Miguel.

Pero acabemos esta digresión: Vds. están aquí para reírse, para evitar las malas horas de la oficina o el terrible paro que convierte sus mañanas en un zapping del programa de Ana Rosa al de Mariló.

Este será, así, más bien un viaje evocativo, con paradas, del tren de la memoria hacia mi pasado más querido y divertido: la infancia.

Mi hermano es japonés

Yo de pequeño era un niño bastante mono. Hay dos cosas que la humanidad no puede resistir: un niño con mofletes y una mujer atractiva. A falta de conocer qué se siente en el segundo supuesto, caso que nunca hay que descartar en tiempo de crisis, puedo contar mi testimonio del primero. Tenía ojos achinados, muchísima cara y era bastante monín. Según mi hermana, persona de la cual hay que fiarse en estas cosas, de pequeño me habían abandonado en el puerto de Salamanca unos inmigrantes japoneses. Que en Salamanca no haya japoneses, y mucho menos puerto no impidió a mi hermana crear esa rocambolesca historia. Suceso que creí hasta los diez años, según ella.

Poniéndonos en materia, ese año yo era la estrella cuqui de un viaje veraniego con mi madre, hermana y prima. La cosa empezó bien: en el viejo TALGO que nos llevaba a Gandía mis mejillas y comentarios ingeniosos consiguieron que un ancianita me diera pequeños croissant. Todavía recuerdo esos croissant como los mejores que he probado en mi vida. Es mi magdalenita de Proust: el croissant industrial meloso me lleva a la Malvarrosa, y a esa pequeña ancianita. Con menos elementos se han escrito unos cuantos premios Planeta.

¿Esto está quedando muy lírico? ¿no? Bien, avancemos en el relato. Al llegar a Gandía, mi hermana se puso bastante mala y hubo de sacarla en una silla de ruedas. Mi recuerdo de ella con una túnica blanca, en medio de la estación de tren, tiene un punto de procesión posmoderna. Los cantos de sevillanos en Semana Santa, con la vena gorda en sus cuellos tremebundos, eran sustituidos por la megafonía de la estación en valenciano; idioma que me recuerda siempre irremediablemente a los hit de Chimo Bayo de esos 90. La llegada a Gandía no fue mucho mejor: mi prima se puso también enferma por una paella en mal estado y tuvimos que ir a urgencias. Para terminar esta espiral de desdichas, ese pequeño príncipe que era acabó también en el hospital por una insolación que era todo menos pequeña. Como ven, esas vacaciones se parecían mucho a la lista de bajas en Normandía.

La mayoría de estos recreos los pasé debajo de una sombrilla, cubierto como una musulmana, leyendo tebeos de los Picapiedra y Spiderman. Y levitando, ¡volvemos a los degustaciones!, con los sabores múltiples de la heladería al lado de la playa. El levante español para el mesetario siempre son helados y ropa húmeda. Tuvimos también cierto trasiego de televisores en el apartamento, ya que queríamos seguir el Tour de Francia para ver qué hacía Perico Delgado. Ahora bien, en una perfecta sincronización el televisor cogía la pájara al mismo tiempo que Perico. Con Delgado en el Tourmalet muriendo en vida el televisor acaba casi siempre en niebla y un pequeño zumbido. Inconscientemente, ese era el momento en el cual me sumergía en el más profundo sueño abrazado al plátano flotador…protagonista indiscutible de estas aburridas vacaciones.

La aparición del plátano

En el pequeño apartotel no había casi almohadas y cada uno de nuestros no siempre cálidos sueños intentaba reforzarse con revistas como improvisados topes. Hasta que llegó el objeto legendario. En todas las historias épicas siempre hay un objeto que concede al héroe su capacidad de vencer a su enemigo mortal: Excalibur, el Arca de la Alianza, el Santo Grial, el tupé de los gemeliers… En este caso nuestro enemigo mortal era una posible escoliosis y la solución fue un plátano hinchable que habíamos comprado en la playa. La batalla por conseguir tal preciado objeto fue comparable a cualquier gran lid que haya dado la historia. Las estrategias para conseguirlo asustarían a cualquier teórico de la guerra: todo estaba permitido.

Había escaramuzas nocturnas, espionaje, confrontamiento directo y qué sé yo. Pero yo, amigos, tenía todas la de ganar: era tan adorable… Por eso, al final, mi madre y el resto concedían que durmiera con él. Esta victoria, en fin, no fue fácil y esas dos gorgonas que eran mi hermana y mi prima conspiraron para dejarme sin él. Pero yo tenía un arma secreta que siempre funcionaba: una sonrisa mofletuda inconfundible. La venganza de mi hermana fue letal: estuvo una semana diciendo que me iban a dejar en el restaurante japonés «Kayuko», donde estaban, según ella afirmaba, mis progenitores reales. Cada día repetía la misma historia pensando que obtendría con esas artimañas mezquinas el plátano. No lo consiguió.

Por otra parte, no recuerdo qué sucedió exactamente con el plátano: ni si se pinchó o acabó en el olvido de ese apartotel. Lo que sé es que, muerto u olvidado, el sacrificio de ese flotador de plástico no fue baladí: cada vez que duermo en camas incómodas recuerdo sus cálidos y dorados brazos que me acunaban en un sueño eterno y reparador. Todavía espero la mujer que pueda lograr tamaño artificio.

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