Ángel Antonio Herrera

La Gran Vía, un picnic del despiste

El corte al tráfico de la calle provoca la desorientación de peatones y vehículos

Ángel Antonio Herrera
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El paseo, ayer, por la Gran Vía, en hora punta, era el paseo imposible. Quiero decir que la multitud es la multitud preceptiva, en días de tanto asueto, pero la multitud no acaba de ocupar el carril doble, y no constante, que el Ayuntamiento de Madrid ha dedicado a eso mismo, a la holgura del peatón, porque la multitud tiene recelo de la calzada conquistada, y porque sí. De modo que hay un doble carril para los vehículos autorizados, luego las aceras de siempre, y finalmente un ensanche, señalizado de chapuza, que no se sabe muy bien de quién es, si del taxi, del paseante o de las bicicletas. Es como el carril experimental del titubeo.

El ensanche, además, no logra continuidad, por preservar las paradas de autobuses, entre otras cosas, con lo que todo tiene una adversidad de laberinto muy logrado.

El Ayuntamiento no ha hecho peatonal la Gran Vía, en rigor, sino que la ha dejado peatonal a medias, que es como decir que la ha dejado abierta a un tráfico según la matrícula. Un lío. Pero un lío literalmente hablando.

El peatonaje no se aclara, y lo dice un servidor que ha hecho la caminata difícil, mientras vas escuchando aquí y allá, las dudas de los turistas sobre dónde prosperar con el paso seguro, y dónde no. A pie de semáforo, lo que se entiende es que el vecindario, fijo o de paso, hubiera comprendido algún corte al tráfico, pero corte de verdad, sólido y en serio, en los claros días altamente festivos. Y a lo mejor ni eso. Pero no se celebra este alegrón de vallas en medio de cualquier sitio, que no señalan con concreción, y que parecen restos mal retirados de una maratón popular, o acaso las pruebas métricas de la cabalgata de Reyes. Con este cierre sin cierre de la Gran Vía, Carmena ha logrado el virtuosismo de cabrear al peatón, porque le ha regalado confusión, y cabrear a los del coche, que viven en la poesía del atasco, por el achique de espacio. Para el paseante colapsado, el escenario es una confusión de precintos, donde no se gana en comodidad, y se pierde en majestad estética, que es lo que ha tenido siempre la Gran Vía, sin el cancán de vallas o cintitas, y una copa de coches cruzados de los municipales.

Un día fue la Gran Vía la calle de los cines, con su cartelería pintada a brazo, y hoy es un zoco de última generación, con todas las tribus del mundo yendo y viniendo. Se puede hacer cualquier tipo de vida sin salir de la Gran Vía. Lo que no sospechábamos es que incluso se podía lograr una dificultad para todos los tráficos, en general, probando a redistribuir el espacio.

Hay un poco o un mucho en la gran calle de picnic del despiste, de acampada no resuelta, de colapso estético, de gentes que caminan sin saber seguro cual es el sitio con riesgo de atropello.

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