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Zedda durante una clase magistral de lírica en La Coruña - MIGUEL MUÑIZ

Muere Alberto Zedda, el profeta de Rossini

El musicólogo y director de orquesta dedicó su vida al «Cisne de Pesaro». En los últimos años, su arte se disfrutó en La Coruña

SANTIAGO Actualizado: Guardar
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Alberto Zedda (Milán, 1928; Pesaro, 2017) dedicó su vida a Rossini. Siempre confesaba que sucedió por casualidad, sin él quererlo. Su llegada a la música fue también así, una feliz coincidencia aleatoria, en la Scala de su ciudad natal un 11 de mayo de 1946, escuchando en la sala la marcial batuta del maestro Arturo Toscanini. La vocación le invadió. Perdió incluso de vista a la joven muchacha que le acompañaba en aquella velada. Su amor revelado era la música. «No lo entendía, había una energía misteriosa en el aire que me encantó». Quiso ser director de orquesta. Carlo Maria Giulini se lo facilitó, permitiéndole incluso dirigir a sus músicos. Cumplió su sueño.

Un buen día, el Teatro Nuovo de Milán le encarga dirigir «El Barbero de Sevilla».

Fue su primera cita con Rossini, y a ella acudió con su cultura de sinfonista clásico, desde el rigor y el respeto a la obra original. Y lo que encontró en aquella partitura eran cortes, modificaciones y vicios de la tradición convertidos en usos habituales, una profanación del arte original del autor a la que el sistema había dado carta de naturaleza. Se rebeló. Acudió a la Biblioteca del Conservatorio de Bolonia y desempolvó el manuscrito original. Y ahí emergió el verdadero barbiere di qualità, libre de cadenas y tijeretazos, fresco como el primer día. La cita acabó en matrimonio artístico, aunque antes tuvo que torcer la voluntad de la Casa Ricordi, que se negaba a restaurar la partitura de la ópera. Zedda se impuso y, años más tarde, publicó la primera edición crítica, imperante hoy en el grueso de los teatros del mundo. Entre los primeros lugares en interpretarla, la Scala de un Claudio Abbado que quería así participar de la rehabilitación de Rossini, el arquitecto de la ópera italiana romántica.

Esto es solo una anécdota que explica la trayectoria vital de un músico como Alberto Zedda. Su compromiso por recuperar la obra de un compositor, su estilo, incluso su filosofía vital, fue absoluto. No se entiende sin Zedda la llamada Rossini renaissance de los años setenta y ochenta en Europa, una catarsis interpretativa en el universo operístico mundial. El bel canto dejaba de ser el hermano pobre del gran repertorio -invadido en buena medida por los usos del verismo- y ocupaba el lugar apolíneo y exquisito que le correspondía. El «Cisne de Pesaro» no era ya el minusvalorado autor de obritas bufas, sino el compositor de largo recorrido y hondura psicológica que correspondía. «Rossini enseña a ver las cosas con distancia; como una especie de dios que vive en el Olimpo alejado de este mundo; no me da un orden moral, no me obliga a aceptar, no juzga. Da una respuesta ética y filosófica», llegó a decir.

Si Rossini era una divinidad, Zedda sería su profeta.

En su faceta de musicólogo, arqueólogo rodeado de manuscritos originales, Zedda participó junto a estudiosos como Bruno Cagli o Philip Gosset en la ingente tarea de devolverle el brillo a la pureza original de Rossini. Y Pesaro, la villa del autor, brindó el marco para llevarlas a escena con su festival veraniego. Zedda y Gianfranco Mariotti levantaron a orillas del Adriático una cita no solo para programar títulos sepultados desde hacía siglo y medio, sino para educar y formar a jóvenes artistas. «Creo que el único mérito que tengo es que todo lo poco que sé, lo que pude aprender en la vida, lo intento trasladar a los jóvenes, comunicarlo y no quedarme nada para mí, convertir la música en un elemento para alcanzar no ya la felicidad, sino un equilibrio vital», sentenció una vez. Su saber está recogido en sus «Divagaciones Rossinianas», editadas en castellano por Turner.

Los aficionados españoles hemos disfrutado a lo largo de estos años del arte y humanidad de Alberto Zedda. Ya fuera en el Teatro de la Zarzuela o posteriormente en el Real, en la Maestranza de Sevilla o las temporadas de Bilbao y Oviedo, su batuta impartió el necesario magisterio rossiniano. En Valencia, dirigió la Academia del Palau de Les Arts, que buscaba ser la forja de futuros artistas a imagen y semejanza de la de Pesaro. Pero si una ciudad le acogió con especial cariño fue La Coruña, donde era un vecino más, en su octavo piso de la calle Wenceslao Fernández Flórez, por cuyos ventanales contemplaba majestuosa a la ciudad. Coruñesa es su segunda mujer, Cristina Vázquez. Ambos compartieron responsabilidades en varias ediciones del Festival Mozart -hoy extinto- y enriquecieron la vida cultural gallega con obras ambiciosas y artistas de primera fila. En 2014, a Zedda le fue concedida la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes de Madrid por su trayectoria.

En los últimos años, superados de largo los ochenta, Zedda encontraba en La Coruña el reposo ideal y el lienzo en blanco que le proponía César Wonenburger para que diera rienda suelta a sus antojos. Gracias a eso se produjeron algunas noches históricas en el Palacio de la Ópera herculino, como su antológico «Guillaume Tell» -que catapultó al tenor Gregory Kunde a los grandes teatros españoles y europeos- o la inolvidable «Ermione» de la soprano Angela Meade, por citar algunos. Asistió con profundo pesar como los políticos de todo signo daban cerrojazo a la temporada lírica de La Coruña por simple sectarismo y cortedad de miras. En los inviernos, aun tenía fuerzas para impartir un curso de perfeccionamiento vocal a jóvenes intérpretes. Quería seguir enseñando. Su agrietada voz delataba la edad, desmentida por un espíritu vitalista, una mirada pícara y una sonrisa juguetona.

La última vez que estuve con Alberto Zedda, meses atrás, desbordaba entusiasmo enseñándome un facsímil de la partitura original del «Falstaff» que Verdi escribió casi con su misma edad, a las puertas de los noventa años. Fue la última vez que dirigió ópera en La Coruña. La lucidez no tiene fecha de caducidad. La música seguía fascinándole, como a aquel chaval que un 11 de mayo de 1946 pisó la Scala por primera vez.

A orillas de su querido Pesaro, Zedda se ha ido.

Nos ha dejado el maestro. Nos ha dejado un sabio.

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