Kiko Amat: «Siempre había querido escribir así, pero no me salía»

El autor catalán regresa tras seis años de silencio narrativo con «Antes del huracán», tragicomedia con la que se reinventa como novelista

Kiko Amat, fotografiado en Barcelona INÉS BAUCELLS
David Morán

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«Si eras de Sant Boi y subías a la ermita de Sant Ramón, lo único que veías eran polígonos y cañaverales. Es cualquier cosa menos un paisaje bello, pero a mí me despierta las emociones más intensas», explica un Kiko Amat que, pese a llevar en Barcelona más de veinte años, nunca llegó a abandonar del todo aquel revoltijo de solares, torres eléctricas y patologías extremas en el que nació hace 47 años. Así que para allá que se ha vuelto otra vez para arrancarse unas cuantas capas de ingenio ocurrente, soltar lastre referencial y reinventarse como novelista todoterreno con «Antes del huracán» (Anagrama), robusta y madura tragicomedia sobre la infancia, la rareza y el extrarradio.

Una novela edificada alrededor del entonces manicomio y hoy psiquiátrico de Sant Boi en la que Amat relata la historia de Curro, un crío que apuntaba a sensible y curioso pero al que un furioso «huracán» familiar acaba enviando de cabeza al sanatorio, desde donde planea rocambolescos planes de fuga junto a su atildado mayordomo Plácido. Ni rastro, pues, de punks enfurruñados, onomatopeyas hiperbólicas o, Dios no lo quiera, escritores fracasados surfeando la crisis de los cuarenta. «Siempre había querido escribir así, pero no me salía. Cuando leía al Fante tardío y maduro, no al Fante histérico de Bandini, ya pensaba que esa era la forma de escribir, pero luego me salía todo ese alboroto», apunta.

–Después de publicar «Eres el mejor, Cienfuegos», su anterior novela, amagó con abandonar la narrativa. ¿Qué ocurrió?

–Los futbolistas tienen malas noches y los novelistas pueden tener malas décadas. Yo creo que he tenido unos cinco años malos. Por un lado le perdí un poco el respeto al oficio y por otro estaba la plenitud de mi vida familiar, que es una zona de confort que nunca es buena para un escritor. Quería evitar todo el rascamiento de costras y examen de magulladuras que implica una novela mínimamente ambiciosa. Temía volver a entrar en la habitación del pánico, y por el camino expelí un par de ventosidades como «Eres el mejor, Cienfuegos», una novela muy menor, y «Chap Chap», una colección de artículos con un par de afeites pero sin esfuerzo real.

–Ahora, en cambio, con «Antes del huracán» Anagrama parece haberle ascendido definitivamente a la categoría de Autor Serio al incluirlo en la colección Narrativas Hispánicas.

–Y debo decir, sin sonar presuntuoso, que con razón. «Antes del huracán» es una novela que ya no es de Contraseñas. Salta a la vista. Empecé a escribir armado de una serie de herramientas que se quedaron obsoletas y acabaron convirtiéndose en inercia. Era una escritura mucho más pop, onomatopéyica y referencial. Con el tiempo eso ya me tiraba de las sisas y me impedía escribir como siempre había querido.

–En cierto modo, la novela tiene algo de regresar a la atmósfera de «Rompepistas» pero armado de nuevas herramientas.

–Creo que soy de digestión lenta y no me he dado cuenta hasta ahora, pero mi tema es también mi lugar. Mis autores favoritos vienen de un solo lugar y eso impregna todo lo que hacen. Es cierto que vuelvo a «Rompepistas», sí, pero con un angular mucho más amplio. «Antes del huracán» implicaba hablar de un tipo de rareza patológica mucho más amplia, sin la intromisión de la cultura pop ni de esa declaración de pertenencia tan necesaria en la adolescencia.

–Lo más llamativo es el cambio en la voz, en la manera de narrar. Apenas queda rastro del Kiko Amat de las anteriores novelas.

–He querido desaparecer, sí. Este libro no va de mí. Hasta ahora, todos los libros iban de algo y, luego estaba yo por ahí agitando los brazos y diciendo: «¡eh, estoy aquí». Eso se debe a que cuando vienes de donde yo vengo y te han hecho caso 30 personas en toda tu vida, cuando alguien te pone un micrófono delante quieres decirlo todo. Pero mis libros no soy yo; son mucho más importantes que yo. Con el tiempo también han cambiado mis lecturas y me he dado cuenta de que los autores que más me gustan son aquellos que no están. Me di cuenta la primera vez que no pude acabar una novela de Hubert Selby Jr.: todas aquellas onomatopeyas me estaban sacando de quicio. En cambio, había otros como Tobias Wolff, Don Carpenter o Cheever que calaban más hondo. Gente que siempre me había gustado pero que de repente me señalaba un camino marcado por la discreción por la contención.

–¿Cree que ha abusado demasiado de lo vivencial?

–No sé si había abusado demasiado del yo o si había creado una idea equivocada de ese yo, porque decía que mis novelas eran muy vivenciales cuando en realidad no lo eran. Soy narrador, así que «Rompepistas» no es mi vida. Hay una verdad emocional, sí, pero no es mi vida. Creo que sí que magnifiqué una primera persona que en cierto modo nunca estuvo del todo ahí. Claro que algunas de las costras que me he rascado en «Antes del huracán» para contar los dolores de algunos personajes son mías, pero eso no implica que sean ni exactamente así ni con esa magnitud.

–¿La gran «costra» de esta novela es Sant Boi y la idea de crecer en la periferia?

–Está la periferia, sí, pero también la idea de ser raro en la periferia. Estás en el margen de las cosas, y si además eres de clase obrera, estás doblemente en el margen. A diferencia de «Rompepistas», sin embargo, aquí la rareza no es romántica ni épica, sino que es directamente una tragedia. Todos los personajes se preguntan lo mismo: ¿por qué yo? ¿por qué tuve que ser raro? Su rareza no tiene nada de poético.

–Aquí la rareza, de hecho, es directamente locura.

–Si esta fuera una novela de ideas, que no lo es, una de las claves sería cómo no volverte loco en un mundo perverso e ilógico. Lo que no entiende Curro es que el resto de las personas puedan salir a la calle con una máscara de normalidad. En mi caso, cuando veía a los enfermos mentales de mi pueblo siempre me preguntaba en qué momento se rompió algo, cuándo se dobló el alambre. En esta novela, tanto el paisaje de la periferia como el manicomio condicionan todo lo que le pasa a los personajes y su manera de ver el mundo.

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