Enrique Sánchez Lubián - Esbozos para una crónica negra de antaño (XI)

Motín popular: arrasados e incendiados los fielatos de Toledo

En marzo de 1913, en la caseta del fielato del Puente de Alcántara, el tasador Francisco Borrero Delgado, con fama de pendenciero, empuñó su revólver y disparó contra Antonio Campuzano

Enrique Sánchez Lubián
TOLEDO Actualizado: Guardar
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A lo largo de la historia, los motines han sido forma de protesta y presión popular contra los abusos o incompetencia de las autoridades. En ocasiones, como el famoso de Esquilache, su transcendencia fue histórica, pero lo normal es que estos tumultos se circunscriban a ámbitos locales. Durante la primera mitad del siglo XX, la ciudad de Toledo fue escenario de varios levantamientos de este tipo. Hoy recordamos el registrado en marzo de 1913 tras el asesinato de un joven trabajador tiroteado por un «consumero» en el fielato del Puente de Alcántara.

El sábado 15 de marzo, la ciudad de Toledo se preparaba para celebrar la Semana Santa. Como era habitual, la compañía MZA había previsto trenes especiales a precios reducidos para cuantos visitantes quisieran disfrutar de las procesiones toledanas.

Para el domingo de Resurrección, estaba anunciada novillada con «Corchaito II» y «Machaquito Chico», quienes lidiarían reses de Manuel Garrido Santa María. Y en el Teatro de Rojas estaban programadas representaciones de «La alegría de la huerta», «El dúo de la Africana» y «Cavallería rusticana». Pero a las cuatro y media de la tarde de aquel día, un trágico suceso desencadenaría unas jornadas de violencia popular, como hacía años que no se vivían en Toledo.

Procedentes de Sonseca, donde habían comprado unas gallinas y unos huevos, Santiago Rodríguez Molero y Antonio Campuzano Martínez se detuvieron en la caseta del fielato del Puente de Alcántara para pagar las tasas del impuesto de Consumos. Les atendió Francisco Borrero Delgado, empleado de la empresa arrendataria del tributo, quien tenía fama de pendenciero. Intentó cobrarles un aforo mayor que cuanto traían, degenerando las discrepancias en discusión. En vez de atenerse a razones, el tasador empuñó su revólver y disparó contra Antonio Campuzano, de 19 años de edad, quien falleció en el acto.

El agresor huyó veloz por la Puerta de Doce Cantos hasta el Corralillo de San Miguel y desde allí a las Carreras de San Sebastián. En el camino se encontró con dos alumnos de la Academia que intentaron detenerle, pero él, amenazándoles con el revólver, continuó hasta la plaza de Santa Catalina, preguntando por dónde ir a la cárcel provincial, seguramente con la pretensión de entregarse. Sin embargo antes de llegar al antiguo Convento de los Gilitos, uno de los vigilantes de la prisión salió en su búsqueda, capturándole sin ofrecer resistencia y quedando detenido en la Inspección de Vigilancia.

Mientras tanto, en el Puente de Alcántara, en torno al cuerpo sin vida de Antonio Campuzano se habían congregado numerosas personas, entre ellas su desconsolado padre. Los ánimos e indignación crecían por momentos y no tardaron los presentes en arremeter tumultuosamente contra las dos casetas de consumos, destrozándolas y arrojando al río cuantos enseres y documentación había en la misma. Desde allí, a los gritos de «¡Abajo los consumos!» y «¡Mueran los criminales!», se dirigieron a la Puerta de Bisagra, no tardando su fielato en quedar reducido a cenizas.

La protesta, ya multitudinaria, se prodigó por diferentes puntos de la ciudad, siendo destruidos e incendiados los despachos arancelarios de la Puerta Nueva, Puerta del Cambrón y Puente de San Martín. En este último, los amotinados encontraron varias zafras de aceite, que fueron derramadas y prendidas fuego, provocando que las llamas se extendiesen a una casa aledaña.

En las calles de Toledola revuelta ya era generalizada. En las cercanías del Instituto Provincial, la muchedumbre bloqueó a los bomberos para que no pudieran acceder a los lugares incendiados. Un grupo se dirigió al Teatro de Rojas amenazando también con darle fuego. A su encuentro salió el empresario del coliseo consiguiendo templar los ánimos, pero no pudo impedir que los amotinados recorriesen el centro de la capital obligando a cerrar los establecimientos abiertos, apedreando algunos escaparates y pidiendo la dimisión del alcalde, Félix Ledesma. También quisieron quemar las oficinas del arrendatario de Consumos, ubicadas frente al Hotel Castilla.

Los grupos de manifestantes se concentraron ante el gobierno civil exigiendo responsabilidades, prometiéndoles su titular que trasladaría dichas peticiones al ministro de la Gobernación. Esa promesa y la presencia de fuerzas de la Guardia Civil en las calles contribuyeron a calmar los ánimos. Desde la Inspección de Vigilancia al filo de la medianoche se llevó al asesino a la prisión provincial. Para que Borrero pasase desapercibido durante el traslado, se le vistió de guardia civil, tricornio incluido.

A la mañana siguiente el centro de la ciudad amaneció custodiado por la Benemérita, reforzadas sus fuerzas con escuadrones de caballería e infantería llegadas desde Madrid. En la plaza de Zocodover hubo algunas cargas y detenciones, mientras que en el Ayuntamiento se celebraba una tumultuosa sesión, donde se puso en evidencia el malestar general contra el comportamiento que desde hacia tiempo mantenían los empleados de la empresa arrendadora de los Consumos. En la Casa del Pueblo se celebró una asamblea, decidiéndose convocar una manifestación hasta el Cementerio para llevar una corona de flores a la tumba de Campuzano. El gobernador civil denegó la marcha, acordándose de mutuo acuerdo celebrarla cuando la tranquilidad hubiera regresado a la ciudad.

Pero la calma, de momento, no estaba cerca. Al anochecer el tumulto aumentaba en las cercanías de Zocodover, gritándose contra los consumos y arrojándose piedras contra la Guardia Civil. Ante el cariz que iba tomando la situación, las fuerzas recomendaron a los comercios que cerrasen sus puertas y tras escucharse tres toques de corneta comenzaron las cargas. «A sablazos –se relataba en la crónica de El Eco Toledano- y con el empuje de los caballos los jinetes y a culatazos los infantes, limpiaron de gente en poco tiempo, desde Zocodover al Ayuntamiento y las calles trasversales. Hubo sustos, caídas, contusos y bastantes heridos». Mientras en el Hospital de la Misericordia se atendía a los magullados, entre ellos también varios guardias civiles, se procedió a la detención de algunos de los implicados en la revuelta. La ciudad quedó desierta y el vecindario «consternado y mudo por el terror».

Esquela publicada en el semanario «Zeta» en recuerdo del joven Campuzano
Esquela publicada en el semanario «Zeta» en recuerdo del joven Campuzano

A la mañana siguiente, lunes 17, como si nada hubiese ocurrido, los «consumeros» se presentaron en la Puerta Nueva dispuestos a reanudar su trabajo. Al verlos, un nutrido grupo de mujeres del barrio de las Covachuelas, unas doscientas, los echaron de allí a pedradas, debiendo intervenir la Guardia Civil, cuyas fuerzas, sable en mano, cargaron contra ellas para disolverlas.

En el ámbito político, el ambiente no estaba más sosegado. La opinión pública solicitaba la dimisión en bloque del Ayuntamiento por no haber sabido frenar a tiempo por abusos de la empresa arrendataria, llegándose a advertir, desde las páginas de «El Centinela» que en caso de no hacerlo, el pueblo «asqueado de todo y de todos» podría tomarse la justicia por su mano, redimiendo a los vecinos de «hampones políticos y hombres de conciencia no probada». Por si fuera poco, el empresario de los consumos presentó una carta en el Ayuntamiento quejándose de que desde la Corporación no se les había defendido de la ira popular, renunciando al contrato y solicitando una indemnización de 15.000 pesetas. La petición fue rechazada, considerándose que el verdadero perjudicado en sus bienes era el propio Ayuntamiento y no tenía sentido ni el abandono de servicio ni la compensación.

El impuesto de Consumos tenía carácter estatal y desde mediados del siglo XIX se había intentado suprimirlo por su impopularidad, pero muchos ayuntamientos se resistían a ello pues tenían en los recargos sobre el mismo una de sus principales fuentes de financiación. Aunque en 1911 se había aprobado su desaparición, fijándose unos plazos para su progresiva eliminación, de hecho se mantuvo hasta los años veinte. Para compensar a las haciendas locales, el Estado autorizó su sustitución por otros gravámenes como solares sin edificar, inquilinatos o bebidas espirituosas, espumosas y alcoholes.

Tal y como se había acordado, una vez recuperada la calma y puestos en libertad los detenidos, dos semanas después del asesinato, se celebró la manifestación convocada por la Casa del Pueblo en apoyo a la familia del fallecido. La marcha, que partió desde la sede obrera en la calle Núñez de Arce, concluyó en el Cementerio, depositándose una corona de flores en la tumba del joven Campuzano. El orden y comportamiento de los asistentes fue elogiado por el gobernador civil, señor González López, quien se sumó a la reprobación del crimen.

Eduardo Barriobero, abogado especializado en la defensa de militantes obreros, a quien la Casa del Pueblo encomendó la acusación popular contra el «consumero» (Foto, «Mundo Gráfico»)
Eduardo Barriobero, abogado especializado en la defensa de militantes obreros, a quien la Casa del Pueblo encomendó la acusación popular contra el «consumero» (Foto, «Mundo Gráfico»)

Transcurrido un mes, la Casa del Pueblo convocó un mitin en el cinematógrafo del Miradero solicitando la supresión del impuesto y anunciando que contaría con los servicios de conocido abogado Eduardo Barriobero, especializado en la defensa de militantes obreros, para ejercer la acusación privada por la muerte del joven Campuzano, iniciándose al efecto una recaudación de fondos.

Los toledanos hubieron de esperar hasta noviembre de 1914 para que se celebrase el juicio contra Francisco Borrero. Por entones Barriobero había sido elegido diputado a Cortes por Madrid en las listas de la Conjunción Republicano-Socialista, y la acusación particular fue mantenida por el letrado toledano Gregorio Ledesma, mientras que la defensa del acusado la ejerció José Esteban Infantes. Concluidas las sesiones del juicio, el Tribunal consideró al «consumero» culpable de asesinato, condenándole a cadena perpetua y al pago de una indemnización de 5.000 pesetas a la familia de Antonio Campuzano, cantidad que por insolvencia del procesado debería abonar la empresa arrendataria. Conocido el fallo, en las páginas de El Castellano se ofrecía este perfil del homicida: «Borrero es el tipo del pendenciero vulgar, del hombre bravucón que se cree omnipotente porque lleva un revólver en el bolsillo y no tiene miedo en extender al primero que le contradiga un pasaporte para la eternidad».

En mayo de 1924, atendiendo a una petición de su mujer y su hijo, así como a su buen comportamiento, el gobierno del general Primo de Rivera le conmutó la pena impuesta por la de veinte años de prisión.

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