Martín Sotelo - ARTES&LETRAS CASTILLA-LA MANCHA: HACERSE EL VIVO

Una tumba sin nombre

La vida que nace de la muerte, la muerte que dirige vidas

Martín Sotelo
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Enfilamos entre álamos el recto camino asfaltado hasta el cementerio. Ya no quedaba rastro de la casa embrujada, pero había estado allí, a mitad de aquel camino, a mano izquierda según se va, denominada así por todos aquellos niños que, como yo entonces, la usamos como refugio de juegos y aventuras infantiles debido a su aspecto tétrico y ruinoso y a todas las historias de fantasmas y extraños habitantes que circulaban sobre ella, hasta el punto de que si las noticias anunciaban la desaparición de algún niño no había duda de que el secuestrador se escondía allí, en aquella casa de piedra medio derruida a la que solíamos ir con tanto miedo como curiosidad y a la que ya nunca más volvimos después del día en que uno de nosotros tropezó con el pie de un muerto que no estaba tan muerto porque a los días lo vimos resucitado por las calles del pueblo, de puerta en puerta, pidiendo limosna.

También sobre aquella casa se contaba la historia (y era verdad, pues ocurrió cuando vivían en ella unos tíos de mi madre) de una caja de zapatos que apareció junto a la noria del patio, tras ser desenterrada por un perro que a punto estuvo de comerse lo que había en su interior, de no ser porque sus dueños se adelantaron, le arrebataron la caja de entre las fauces y la abrieron, espantados al ver lo que contenía: dos fetos: mellizos vergonzantes, sin derecho a disfrutar de la vida por ser frutos del pecado, engendrados seguramente en el vientre de alguna señora de ilustre linaje y exquisitos modales, devota de Dios y de la Virgen, a quien, casada en la salud y la enfermedad con su marido, el Diablo tentó presentándole a diario, en su misma casa señorial, la figura demoníaca de uno de sus sirvientes, de torso fornido y anchas espaldas. Fue un médico de confianza, no menos devoto que ella, el que la ayudó en la necesidad de ocultar semejante escándalo con la penitencia de una ceñida faja que cada día se enrollaba muy apretada alrededor del vientre, hasta que por fin expulsó la mácula y uno de sus lacayos, puede que el mismo padre de las criaturas, fue a enterrarla en el terreno cercano al cementerio de aquella casa, dentro de una caja de zapatos.

La pesada cadena de hierro resonó en el blando silencio de la mañana y el portalón, con rechinar de goznes herrumbrosos, se entreabrió lo justo para entrar. Habíamos decidido ir tan temprano para no encontrarnos por la tarde con todo el jaleo de mujeres atrafagadas limpiando afanosamente, con escobillas y trapos, las lápidas de sus difuntos. En la entrada, nada más franquear el portalón de hierro, se encuentran algunas tumbas de niños, informes y colocadas al tuntún, muchas de ellas sin lápida, una cruz clavada en un pequeño montículo de tierra.

Hacía —mínimo— seis años que no pisaba aquel cementerio. La última vez, recordé, con motivo del funeral de mi prima, por cuya tumba pregunté a mi madre mientras ésta, moviéndose con agilidad entre las lápidas, iba repitiendo dónde estará mi tía, dónde estará mi tía. Y cuando me dijo Ahí y me llegué frente a la de mi prima, grande y lujosa, confirmé una vez más la perfección de la muerte ante la tarea que le fue encomendada de reparar y magnificar vidas truncas, de erigir hermosos y sólidos túmulos para la posteridad con el material voluble del remordimiento y el miedo humanos. Tanto más ornan al muerto cuanto más le hicieron padecer en vida.

Después de ver la tumba de mi prima, mi madre me llevó hasta la de los abuelos. De camino encontró -por fin- a su tía, que no tenía lápida con inscripción ni cruz ni nada: un simple rectángulo de cemento a modo de losa alzado apenas diez centímetros del suelo. «Aquí está mi tía Petra. La única de todo el cementerio que no tiene lápida», y siguió andando hasta la sepultura de sus padres diciendo qué sucia, qué limpia, anda mira, Carmen la de Andrés, qué buena mujer era, tenía mucho genio pero en el fondo no era nadie. Y nos llegamos al fin ante la de los abuelos y mi madre se quedó callada y luego dijo: «Está sucia. Hay que limpiarla». Fui a llenar el cubo de agua y mientras mi madre la limpiaba yo miraba a lo lejos, tratando de hallar el esquinazo del olivar en cuyo mojón de piedra se sentaba mi abuelo tras la muerte de mi abuela, de cara al cementerio. Pero las nuevas casas construidas en la urbanización El Cercado me impedían ver aquel trozo de campo, al otro lado de la carretera.

-Ya está -dijo mi madre-. Vamos a la de David.

David fue su primer hijo. Mis padres querían la parejita, con lo cual, de no haber muerto al poco de nacer, con el nacimiento de mi hermana, dos años después que David, cuatro antes que yo, ya hubieran visto su deseo cumplido y nunca habrían pensado en concebirme. Muchas veces me da por pensar qué vida habría tenido mi hermano, que ahora tendría cuarenta años, y concluyo que mejor que la mía, seguro que no habría perdido tanto el tiempo ni tendría los pulmones tan negros como yo y estaría casado y habría dado algún nieto a mi madre y tendría un buen trabajo con un buen sueldo en lugar de tener una precaria vida de escritor. La vida que nace de la muerte, la muerte que dirige vidas.

¿Qué quedaría allí dentro? Creí que solamente lo había pensado, pero al parecer lo pronuncié en voz alta, porque mi madre contestó:

-Nada, qué va a haber. Ni restos ni nada.

Era una tumba pequeña, sin nombre, del tamaño de la nada enterrada que contenía: un bebé de un mes y siete días. La losa era de cemento, abombada, cubierta de hojas secas y flores mustias, con mitades de ladrillo tosco alrededor, en punta. Tenía una cruz blanca, pequeña, de hierro, con la imagen de un cabezudo angelote, oxidada en los bordes.

-Si lo hizo bien –dijo mi madre, prosiguiendo su particular diálogo consigo misma-. Tu padre. Duro y duradero. No se mueve nada. Ya puede venir un vendaval, que no se movería ni una piedra. Y busca, busca si se abre alguna grieta, que no encontrarás ni una. Ni una grieta tiene. ¡¿Cómo lo haría, oye?! Eso sí, tardó lo suyo, pero hacerlo, lo hizo bien.

-¿Y el nombre?

-Lo tenía –aclaró mi madre-. En azul. El tío Mediastardes lo hizo. Él se encargaba de escribir los nombres y las fechas. Y lo hacía muy bien, el hombre, con una letra muy bonita. Pero con el tiempo se borró. Tu padre compró la cruz. La más barata que encontró, claro.

Se quedó callada, pensativa. Yo la miraba intentando adivinar qué pensamientos, qué imágenes, cruzarían en aquel momento por su mente.

-Por eso te he dicho que te trajeras el pincel –dijo mi madre cuando volvió en sí-. Tú que eres escritor, pues escribe.

Y abrí la lata de pintura, mojé el pincel y, temblándome la mano, escribí en el recuadro de la pequeña cruz metálica dos fechas y un nombre:

13-9-1976 20-10-1976

JAVIER MARTÍN SOTELO

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