Escena de la ópera «Billy Budd»
Escena de la ópera «Billy Budd» - J. DEL REAL

«Billy Budd»: Un reino navegante

La ópera de Benjamin Britten se instala en el Teatro Real de Madrid dispuesta a crear afición

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Cuesta creer que una ópera como «Billy Budd» haya estado tanto tiempo ausente de los escenarios españoles. Se vio por primera vez en el Liceo de Barcelona en 1975, en Bilbao y ahora llega a Madrid. Pero frente al olvido, la ópera de Benjamin Britten se instala dispuesta a crear afición. Que un título desconocido pueda conseguir algo así es una paradoja fácil de resolver si se asume una realización musical sobresaliente y una propuesta escénica capaz de convertirse en referencial. Fue muy evidente el éxito obtenido anoche en la primera representación.

Britten estrenó «Billy Budd» en 1951 tomando como base el libreto en inglés de Edward Morgan Forster y Eric Crozier, basado en la novela homónima de Herman Melville.

Nueve años después revisó la partitura sustancialmente, comprimiendo los cuatro actos originales en dos. Es la versión que habitualmente se interpreta y, como tal, llega a Madrid con dirección musical de Ivor Bolton y escénica de Deborah Warner. Una nueva producción del Teatro Real en colaboración con la Ópera Nacional de París, la Ópera Nacional de Finlandia y la Ópera de Roma, inscrita en la programación organizada con motivo del virtual bicentenario del coliseo madrileño.

Desde la perspectiva teatral es fundamental el carácter espectacular de algunas escenas, particularmente el comienzo del segundo acto, cuando a punto para el abordaje el escenario crece en sincronía con la innata calidad narrativa de la música de Britten. Entonces, la disposición espacial de los intérpretes es formidable. Una vez más con el coro adquiriendo posición protagonista. El trabajo de la agrupación titular del Teatro Real destaca por su calidad musical y por su ductilidad escénica en complicidad con un devenir sin reposo, en constante transformación desde lo grandioso a lo más íntimo: el juicio de Billy Budd, también los monólogos del capitán Edward Fairfax Vere, en la presentación y el final.

Inmediata sencillez

Todo ello sucede desde la inmediata sencillez con la que se adorna un trabajo de extraordinaria complejidad técnica. El escenario aparentemente vacío, delimitado por paredes de maromas que invitan a imaginar los barrotes entre los que Billy Budd está condenado a sobrevivir. El truco siempre queda a la vista del espectador y por él se levanta el suelo para dejar asomar la bodega o la prisión. Sin embargo, sobre el efecto destaca lo más importante: la recreación del ambiente y el dibujo de los personajes. Es ahí donde se impone el trabajo de Deborah Warner, donde la obra adquiere personalidad y donde se hace posible la autoridad del largo reparto.

Puede pensarse en otra oscuridad para el papel de John Claggart pero Brindley Sherratt tiene la suficiente ductilidad como para ahondar en la maldad y al tiempo imponerse en sus soliloquios. Es el terreno en el que Toby Spence se maneja con mayor solvencia, pues el capitán Edward Fairfax Vere sabe transmitir la injusticia y ensimismarse en la duda singularmente en el estupendo monólogo que precede a la muerte del protagonista. Para entonces Jacques Imbrailo prepara el final. La resignada reflexión «Look! Through the port comes» redondea una actuación ante la que es inevitable sentir con Billy Budd la condena de la injusticia. Y todo ello se sostiene sobre una cuidada realización musical, que respira en sincronía con la acción. El logro de la orquesta titular y el maestro Ivor Bolton. Hay muchas razones por las que «Billy Budd» es toda una experiencia.

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